El era grande y amarillo y tenía las
manos tibias. Y ella lo amaba. Lo amaba por casi una década, dentro de la
que hubo muchas inundaciones de calles y carreteras, un terremoto en el área
metropolitana, y varios veranos tórridos, durante los cuales ella jamás habría
abandonado su casa a las siete de la tarde si no fuera porque tenía cita con
él. (Aquí el narrador se reserva el derecho de omitir detalles sobre el origen
y tipo de relación que los unía, para no herir los sentimientos de la esposa de
él ni del marido de ella).
Durante
la inundación de 1986 y estando ellos ensimismados en su burbuja de
sentimientos y silencios arrastrados, sonó el teléfono incesantemente, pero él
no respondió, hasta que el ruido se detuvo.
Sin embargo, la campanilla volvió a sonar tan violentamente en medio de
los truenos, que no tuvo más remedio que contestar. Era la esposa alarmada por las noticias de la
televisión: mostraban cuadros desoladores de calles anegadas, árboles caídos y
automóviles detenidos en medio del agua.
La respuesta escueta, casi brusca de él, le indicó a ella que estaba
transgrediendo las normas y que se hallaba en medio de una situación
estrictamente familiar. Pero él no era
hombre de sometimientos y, sin mayores explicaciones, volvió a sumergirse en la
burbuja irisada por la blanda luz de la lámpara.
Sus
manos eran tibias. Delicadas. A ella le gustaba sostenerlas en medio de la
desolación, cuando todo afuera era precario, cuando las voces del mundo no bastaban
para cobijarla. Entonces aferraba esas
manos, haciendo caso omiso del sudor que las iba contagiando a medida que
crecía el golpeteo de sus corazones.
Ella estaba segura de que él había entrado en el juego, a pesar de
guardar silencio.
Y ella lo amaba con la tozudez que
manifiestan las mujeres insatisfechas.
Por años esperó que la tomara en sus brazos y la besara; por años soñó
con su sexo rubio en su boca, en sus piernas, en el afiebrado alacrán de su
vientre. Pero él guardaba las
distancias. Sólo sus ojos la transitaban
en una llamarada ardiente que la dejaba temblando.
Ella era buena para escribir
cartas. Solía escribir largas misivas en
papeles anchos y blancos, siempre mecanografiados y sin firma. El las leía con atención, y trataba de ocultar
en su rostro algún indicio que manifestara sus reacciones; pero ella lo
espiaba, interpretando cualquier movimiento de sus pestañas, cualquier breve
temblor de su mano, o cualquier salto en el ritmo de su respiración.
El tenor de las cartas era, con algunas
variaciones, básicamente el mismo (mas el narrador no puede revelarlo). A continuación, sostenían largas
conversaciones al respecto, y ella sentía que él se le escurría por territorios
como de nieve recién caída.
Así las cosas, alguien le susurró a
ella que él tenía rasgos de homosexualidad tal vez no asumida y que no le
gustaban las mujeres. Esa idea también
había cruzado por su mente cada vez que oía su voz de junco dormido y observaba
sus ademanes asordinados, sin brusquedad ninguna; pero la rechazaba luego, con
la certeza de que hay hombres así, delicados en su ternura, hombres de aire,
transparentes en su permanencia vital.
Ella era de fuego, sin
embargo. Violenta y directa como la
flecha de su Sagitario, y decidió un día que se iría para siempre. Para siempre duró un mes en que se vio
sumergida en medio de organizaciones feministas, reuniones circulares y
discusiones estructuralistas que le taladraron los sesos, pero dejaron su
corazón intacto en la añoranza. Y
regresó. Él la acogió con su sonrisa de
siempre, como si aquel intervalo absurdo jamás hubiera ocurrido.
Y así transcurrieron los meses, en
los cuales ella sufrió períodos de delgadez infinita, períodos en que si no
hubiera sido por el faro de las manos que la acogían, las palabras justas, los
silencios precisos, ella habría sucumbido.
Ambos se zambullían en el círculo perfecto de las emociones, sin
resbalar, como sabiendo que el contacto de las manos les daba la redondez
necesaria para seguir viviendo.
De pronto, una tarde las manos de
ella se enfriaron. Los médicos dijeron
que un desorden hormonal, que la circulación, que la falta de peso... (aquí el
narrador no tuvo acceso a la ficha privada de los facultativos y no puede dar
detalles exactos del origen de su enfermedad ni de su posterior evolución ni
tratamiento).
El caso es que ella comenzó a
cambiar. Le dijo a él que necesitaba
tiempo para estar sola, que otras actividades la requerían por algunos meses, y
empezó a distanciar sus encuentros. Él,
aparentemente, no lo resintió, pero con el correr de las semanas ya no pudo
soportarlo. Una tarde de abril de 1989
la llamó intempestivamente a una cita no acordada, cosa que se salía de sus
cánones establecidos. Ella casi no pudo
acudir, mas la fuerza de la costumbre de cumplir con sus obligaciones (nótese:
ella lo tomó como una obligación) la hizo postergar otro compromiso casi tan
ineludible como misterioso (el narrador no considera necesario suministrar
antecedentes sobre estas nuevas actividades), y acudió puntualmente a las
siete.
Al ser requerido por esta reunión
fuera de pacto, él dio algunas explicaciones tan atropelladas como
absurdas. Dijo que se había confundido,
que no estaba seguro de la fecha acordada, que.... aunque ella no le creyó ni
por un segundo. El jamás dejaba estas
cosas al azar. Tenía su tiempo
perfectamente controlado porque era un reloj viviente.
Las palabras se deslizaban con raros
matices. Él la observaba esperando algún
brillo especial en sus ojos. Alguna
lágrima tal vez. Pero nada, ella tenía
los ojos secos y una sonrisa que manejaba la situación.
Luego vino el rito de las
manos. Las manos de él no pudieron
entibiar la delgada piel de ella sobre los huesos helados de sus dedos. Ella sintió que sus manos nunca más serían contagiadas
por calor alguno. Estaban condenadas a
los hielos eternos.
Y casi tristemente, pero con voz
osada, que la sorprendió a ella misma, dejó escapar las palabras
definitivas. Había decidido que no
volvería.
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