Sentía las manos pesadas de
frío; como aquellas
manitos de bronce para llamar a las puertas que conocía desde niño en el
antiguo barrio céntrico. Cuando abrió la boca para entibiarse los dedos con su
aliento, un ventarrón helado se le zambulló de un viaje hasta los pulmones. Un
manotazo fiero le estrujó las vísceras y se mareó. Pero no como si fuera a
descomponerse. Tampoco ardía demasiado. Me estoy acobardando, pensó. Es el
pánico de enfrentarme ahora con esta puerta y abrirla con mi llave. El par de
veces que había venido en tantos años tuvo que golpear para que le abrieran.
Sí, eso debe ser. ¿Pero, por qué? ¡Sabiendo que no hay nadie, si serás huevón!
Ahora el garrotazo se estaba convirtiendo en tajo punzante. Un alambre delgado
y flexible enroscándose en su cuello, apretando.
La
casa es suya ahora, le dijo el notario un par de días atrás. En su derecho
estaba de abrirla por sí mismo y entrar y salir a cualquier hora, sin pedir
permiso ni dar explicaciones.
Definitivamente
no se acostumbraba a la idea. No había vivido allí por casi veinte años y la
sensación de pertenencia que cobijan los lugares donde se ha pasado la infancia
se había esfumado. Sin embargo, ahora estaba en posesión de esa vieja casa con
todos sus cachivaches. O tal vez, a su entera merced, pensó luego con un
escalofrío.
Desde muy pequeño se había
habituado a ser el blanco preferido de los dardos de su madre. Era tal la
avalancha de expectativas que ella le había volcado encima que creció agobiado
por el miedo a defraudarla. A veces hasta imaginaba que pretendía devorarlo con
sus besos.
Ya
no logra recordar la época ni la estación de su niñez en que empezó a sentir la
comezón. Una protuberancia rojiza crecía y crecía en la base de su nuca obligándolo
a rascarse hasta que los poros se le dilataban tanto que la piel se abría y
quedaba en carne viva. Segundos después sobrevenía el ahogo, le faltaba el aire
en mitad de una clase, en el recreo, en plena calle; creía que fatalmente iba a
morirse en cualquier momento.
La
llave no encaja o tal vez la chapa oxidada ya no funciona. No sería raro con
tanta lluvia como ha caído este invierno. Vuelve a repasar los últimos meses:
las cartas, los recados, la exigencia, la urgencia, la emergencia. Su madre estaba
enferma, tan enferma que tuvo que acudir, a pesar de todas las recomendaciones
en contrario.
Luego
del viaje, la hospedería cercana a la estación de ferrocarriles, para no
molestar a los parientes con un allegado intempestivo; las carreras al hospital;
las excusas falsas delante de su madre; la fila de los desamparados en la
puerta de la farmacia; y los ojos de las vecinas. Eso era lo que más le
molestaba, a decir verdad: la mirada intrusa, entre compasiva y morbosa. Las
palabras de consuelo que, más que ayudar, punzaban. ¿Por qué no me dejarán
tranquilo, si ni siquiera se ofrecen para hacer algo útil?
Luego,
inevitable, llegó el funeral, como todos los funerales a los que alguna vez
asistió o soñó o vio en el cine. El frío entremezclado con el peso de todos los
deudos juntos; la lluvia con las lágrimas de las comadres y las tías; los
golpecitos en la espalda; abrazos que le enrojecen la nariz de tanto
restregarla contra aquellos abrigos de lana sintética o esos impermeables
orientales de segunda mano que ingresaban al país por toneladas.
Le
arden los ojos. Nunca ha sido bueno para soportar la emoción ajena, sobre todo
si se le viene encima como una ola vasta y demoledora. Ansía desaparecer de
allí pero sabe que no podrá justificarse con el típico asunto urgente, ni con
un repentino estado gripal, ni nada. No habrá excusa que valga para abandonar
la iglesia. Tendrá que permanecer estoico. Ahora comprende todo el largo y
ancho de esa expresión.
Decidido
a ahorrar energías y funcionar a media máquina, se instala en la banca
reservada para los familiares cercanos, y desde allí examina el atrio, la urna,
las coronas y las cruces, como si se hallara detrás de un vidrio. Recorre con
mirada indiferente la hilera de santos cubiertos de lamidos oropeles, bajo los
que se adivina el yeso inmisericorde. Luego entorna los ojos y deja que el olor
de las azucenas, claveles, ilusiones y rosas blancas lo penetren lentamente
hasta embriagarlo por completo. Juraría que todas las flores son albas y
tímidas, de apariencia inofensiva. Jamás podría haberlas de colores en este
funeral. Ella lo hubiese desaprobado.
Si
se atreviera a meter la mano entre el enrejado colchón, si desarmara con sus
dedos las coronas y las cruces, una por una, y desprendiera aquellos pétalos
falsamente inocentes; si escarbara hasta el fondo y destruyera las corolas y
llegara al corazón apretado y misterioso, seguro que hallaría algún bicho,
alguna larva enmascarada, unas antenas oscuras y repelentes, un aleteo de
pequeños seres ciegos pataleando por recuperar su territorio. Le parece que sus
dedos se humedecen con pálidos jugos. Los tallos entretejidos comienzan a
soltarse y las puntas medio podridas se le deshacen entre los dedos. Su piel
absorbe con repugnancia la viscosidad de savia muerta, las últimas gotas de
aquellos humores que han perdido su atadura a la tierra. Despojos, piensa.
Despojos para vestir otros despojos. Toca con su mano fría la fría superficie
de la banqueta. Madera muerta, utilitaria. ¿Qué es sino muerte y más muerte
este recinto? Sin embargo, evita separar los párpados, temiendo que esa lucidez
extraña desaparezca.
Algunas
vecinas, sentadas más atrás, rezan rosarios con un murmullo apenas perceptible
aunque uniforme, como la estática de una radio sin antena, que invade la iglesia,
la bóveda, el largo pasillo y el desvencijado automóvil del tío Raúl, como un
gran barco negro navegando por esos caminos infames, llenos de baches y curvas;
la tierra que levantan los neumáticos se acumula sobre el parabrisas y entra
por la ventanilla abierta, le pica en las orejas, le seca la boca, pero van tan
contentos los tres. La radio chirriando así, por detrás de una canción de la
Mercedes Sosa. El tío Raúl la adora. Mina con agallas, repite siempre, y la
vocecita que se gasta, ésta sí que es mujer para un hombre como yo. Tuerce la
mirada hacia mamá y luego estalla en carcajadas anchas y festivas. Yo lo
escucho con los ojos abiertos al camino. Me gustaría que las canciones no se
parecieran tanto unas a otras, pero si a él le parecen buenas, así debe ser.
Nunca se me ocurriría dudar de las verdades del tío Raúl. La única verdad que
no acepto es ese título de ‘tío’. Desearía con todas mis fuerzas que fuera mi
padre y en las noches, cuando me cuesta quedarme dormido, fantaseo que a lo
mejor sí lo es y por alguna secreta razón, nadie quiere admitirlo. Pero cada
vez que pregunto, él sólo se ríe con esa risa grande y glotona. Y mi mamá se
vuelve más seria que de costumbre y me llama sacrílego, como si querer tener un
padre fuese pecado mortal.
Nunca
supe quién era. Mi padre, digo. Ni siquiera me permitieron saber su nombre. A
ella no le gustaba hablar de él. Sólo supe que se fue cuando yo nací; que se
fue para la Argentina y no volvió ni mandó plata ni escribió. Que ella era
sola, que siempre estuvo sola y que no necesitaba tampoco a ningún hombre para
parar la olla; que para eso trabajaba, que nunca tuvo las manos amarradas y que
con fe en Dios y madrugando, la vida no tenía por qué desquitarse con nosotros.
Pero
el tío Raúl siempre estaba cerca. Aparecía los domingos a la hora de almuerzo,
traía el diario y me daba las tiras cómicas, que a mí no me interesaban tanto,
la verdad; más me gustaba escucharlo narrar las mil historias que sus pasajeros
le contaban en los trayectos: a veces divertidas, a veces trágicas. El tío Raúl
había oído muchas cosas en su trabajo. Decía que manejar un taxi le enseña a
uno todo lo que necesita saber en la vida.
Después
de almorzar, mamá y yo nos encaramábamos encima de los afelpados asientos, aún
marcados por los fantasmas de sus ocupantes de la semana, imaginaba yo,
mientras nos alejábamos de esas calles con casas y jardines ordenados, y nos
adentrábamos en caminos sin pavimento, rodeados por campos húmedos, donde
florecían el pasto y los yuyos, y de cuando en cuando, una casita blanca, con
cardenales creciendo entre los palos de la reja, y algunas gallinas que
picoteaban la tierra. Y de repente, la cordillera, como un gran monstruo lleno
de ojos morados y cafés, a punto de saltarnos encima.
Aquí
ya estamos fuera de la capital, decía el tío, aprovechen para respirar aire
puro que este niño se ve paliducho; tanto estudio nunca es bueno y tanto
encierro tampoco. Y volvía a reír y a canturrear a coro con la radio armando
una verdadera fiesta; lo seguíamos mamá y yo, aunque a veces ella se conformaba
con escucharnos y se quedaba muy quieta mirando por la ventanilla. Era muy
callada mamá. Sólo cuando hablaba con las vecinas de mis notas en el colegio y
de mis premios en inglés y matemáticas, parecía resucitar de esa especie
letargo descolorido en que pasaba la mayor parte del día.
Poco
antes de que cumpliera catorce años, el tío Raúl desapareció, pero no como mi
papá; él no se fue por voluntad propia. Algo así me dijeron. Y nunca más se
habló de él. Mamá me prohibió comentarlo con mis amigos y ni siquiera podíamos
recordarlo entre nosotros cuando estábamos solos. Las paredes también oyen, me
repetía ella con sus ojos ahora casi invisibles. Yo presentía que algo extraño
y misterioso se había instalado en nuestra casa, como si muchos peligros nos
acecharan de ahí en adelante.
Mi
madre se fue encerrando más en sus secretos y empezó a perseguirme e
interrogarme sobre todos mis movimientos: que si me estaba yendo bien en el
colegio. Que si planeaba salir el sábado por la tarde. Que con quién. Que si
tomaba cerveza... En fin, fueron tantas las preguntas y recomendaciones que me
volvían loco y me daban ganas de desparecer yo también. Eran los tiempos del
toque de queda y tenía que llegar a casa mucho antes de las diez, incluso en los
veranos, con tanto calor como hacía para encerrarse entre cuatro paredes.
Al
terminar la secundaria yo estaba algo más enterado acerca de algunos sucesos
ocurridos en el país en los años anteriores, y la imagen del tío Raúl se había
convertido en mi más nítida obsesión. Tenía que saber la verdad que motivó su
alejamiento. No podía haberme abandonado sin siquiera despedirse. Jamás iba a
creer eso. Al fin y al cabo, fue el único ‘padre’ que tuve, el hombre que me
enseñó que la alegría no es pecado y sobre todo, el que me amaba como si de
verdad fuera su hijo.
Cuando
entré al Politécnico, mi madre y yo nos habíamos distanciado tanto que sólo
ansiaba escapar de casa para siempre. Me las ingenié para postular a una sede
de provincia y así emigré a Temuco. Mamá me despidió sin lágrimas y con una
maleta llena de ropa abrigadora, toda de lana, tejida por ella misma, desde las
calcetas hasta el gorro pasamontañas. Agradecí ese gesto que me protegió un
poco del frío y otro poco de lo demás, de eso de lo cual no puedo hablar. En
especial, del gorro pasamontañas.
Mamá
y yo nos escribíamos de vez en cuando. Sus cartas eran todas muy parecidas:
preguntas, consejos, avisos de remesas o encomiendas, un abrazo y un beso y
variadas instruciones para curarlo todo, desde pulmonías hasta sabañones; las
mías, más lacónicas, agradecían los envíos, comentaban los altibajos
climáticos, y luego introducía algunas respuestas vagas sobre mis notas y mi
vida en la pensión para estudiantes, y de vuelta, más abrazos. ¿Qué otras cosas
podría contarle? Mamá se había quedado pegada en el mundo de mi infancia, el
lejano mundo del tío Raúl y de los paseos al Arrayán y al Cajón del Maipo.
Al
terminar los estudios me quedé en el sur, aunque mamá me rogaba que volviera.
Necesitaba participar de mis éxitos, conocer a mis amistades, a mis jefes, a
mis compañeros, a mis subordinados, a mi novia, a todo ese mundo exitoso que me
rodeaba. Al menos eso creía yo que ella creía.
Por
aquella época ya me había involucrado en actividades que de ningún modo podía
compartir con ella; había saltado al abordaje de un roquerío inhóspito, a una
isla desde donde era muy arriesgado enviar noticias. ¿Con qué fin sacarla de su
error? No lo iba a entender ni menos lo aceptaría, con lo temerosa que siempre
fue. Tampoco era posible ya cambiar el rumbo de las cosas.
Hasta
que enfermó mamá.
En
el sur me pusieron problemas para viajar a Santiago. Vas a correr riesgos, es
muy peligroso que vuelvas, dijeron. Si alguien te reconoce, date por muerto.
Pero sus noticias eran cada vez más breves y la letra más temblorosa. Luego
recibí una carta larga y alarmante de su vecina del callejón. Me contaba que
las manos de mamá se endurecieron, que los ojos le servían poco y que esa misma
madrugada se la llevaron de urgencia al San Juan de Dios.
No
me reconoció al principio. Después, con el paso de los días, se fue
acostumbrando a verme. Tuve que aprenderla de nuevo: esa tos característica, su
ropa afranelada, el pelo ralo y cortito y la voz cada vez más parca. Todo era
gris en el hospital. Desde los muros hasta las enfermeras y los médicos. Los
más nuevos pasaban guardia con sus delantales impecables y sus conocimientos de
libro, tomando concentradas notas en enormes y pálidas fichas. Los más viejos,
avanzaban con parsimonia de cama en cama observando con cierta distancia a las
enfermas que yacían debajo de sus lentes. Hombres y mujeres jóvenes
revoloteaban a su alrededor, todos muy blancos y atentos a las instrucciones
que brotaban de la garganta del maestro.
Por
mi parte, yo iba y venía con medicamentos, paquetes de algodón y gasa, té y
azúcar, galletas de agua, colonia inglesa, povidona yodada, jeringas
desechables, jabón de glicerina, papel higiénico. Los pobres teníamos que
colaborar con lo que hiciera falta. Me sentía incómodo, no sabía qué más hacer.
Sólo ansiaba irme pronto al sur, pero los médicos sentenciaron que debía
quedarme. La situación era grave. No dijeron más.
Cuando
mamá murió, no tuve tiempo de sentir lástima de mí. Había tanto qué resolver.
La
llave cruje en la cerradura que se niega a ceder. El viento ha espantado a las
pocas mujeres que deambulaban por la calle. Todas estarán adentro secando ropa
al abrigo de la estufa a parafina. El frío se ha mezclado con la oscuridad,
pero el hombre sigue en el rellano, como si fuera posible cobijarse de la
intemperie. Continúa tratando de abrir una puerta que no lo reconoce.
Después
de toda una vida siente de nuevo la comezón. Más intensa a cada minuto que
pasa. Y de golpe, todo el miedo y la indefensión del niño despojado, se hace
presente con su carga de angustia, que ingenuamente había creído sepultada. No
puede impedir que las lágrimas suban, bajen, se le atasquen en la garganta, en
el pecho, le corran por las venas. Su cabeza zumba y una plancha de plomo se le
pega a la frente, se ahoga, el infarto acecha, abre la boca y por más que
trata, el oxígeno se niega a socorrerlo. Boqueando se derrumba en el umbral de
su antigua casa, de su actual propiedad, de su futuro hogar, de la posible
solución a todos sus enigmas.
Ya no alcanza a distinguir entre la negrura de
la calle y la de su mente, pero le parece que un viejo automóvil se detiene a
cierta distancia. Un hombre corpulento baja sin apuro; camina evitando pisar
las junturas de los pastelones que encementan la vereda, como si repitiera un
ritual olvidado, un juego de niños. A medio metro de distancia, la figura le
parece vagamente familiar y ahora sí, logra respirar con facilidad, por fin se
siente aliviado. Alza con esfuerzo su brazo izquierdo, el que aferra la llave
con sus dedos; el tío Raúl, seguro, abrirá la puerta como siempre, sin la menor
dificultad.
La
vecina del callejón despertó sobresaltada por los tres disparos. Miró el
televisor encendido: ya habían terminado las películas, tenía que ser muy tarde.
Se arrebujó bajo las frazadas pensando que los asaltos son ahora el pan de cada
día, pero ninguno de sus vecinos estaría tan loco como para atreverse a andar
por las calles a esa hora. Debe ser un ajuste de cuentas entre maleantes,
total, ellos sabrán lo que hacen, se consoló, volviendo a sumergirse en la
reconfortante nube algodonosa de la inconsciencia.
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