APARECE. DESAPARECE. La noche resfría cabezas y hiela pies en el Santiago semidesierto a esa bora. Apenas las doce. Y aparece de nuevo frente a Ia luz roja. Blanco. Toyota. Renovación Nacional y todo eso parece deslizarse por su hermoso perfil de niñito bien. Profesión tradicional, Universidad Cató1ica -seguro- y un post grado M.I.T. o tal vez Chicago, dependiendo de ciertas condiciones imposibles de averiguar desde el festivo Volkswagen armado en Brasil, con las cuatro mujeres adentro.
La burbuja crece por dentro y por fuera... La mutua compañía y Ia libertad momentánea enardecen los ánimos despejando esas recónditas oscuridades que cada una guarda por separado, para la soledad, para el espejo oculto.
Lo miran de frente, le hacen señas. Él tuerce Ia cabeza entre coqueto y seductor. Luz verde. Dispara el bólido blanco por Providencia bacia la cordillera. El brasileño apura el acelerador en medio de la risotada general. ¡Tú puedes! Hay que cederle el paso a la única micro que amenaza con venirse encima, ¡chofer prepotente, qué apuro, si va casi vacío! Las de atrás golpean el respaldo de 1a conductora. Apura. Apura. Y la luz roja de Manuel Montt, en franca complicidad, mantiene rehén al flamante Toyota recién lavado servicio-completo-semanal-de-servicentro. Mejilla olorosa mira por el espejo retrovisor hasta que el Volkswagen se desliza suavemente para detenerse a su lado. Bajan ventanillas, pero la verde se viene implacable y pitean de atrás las bocinas. Nuevas señas con las manos y los vehículos continúan bacia el oriente, codo a codo. El seductor entra decidido en el juego y mantiene la velocidad bajita, a raya. Los dos autos se mecen juntos como si navegaran por la avenida semivacía. Verde. Verde. Noy hay posibilidad de comunicaci6n, salvo por las miradas y las sonrisas.
Ellas urden estrategias, se envalentonan, sabiendo de antemano que toda la gracia está en el juego, que la línea imperceptible que une aquello con lo sórdido real no puede ser traspasada. Leyes no formuladas regulan todo movimiento y la risa y el viento que les hiela los dientes a través de la ventanilla abierta, son todo lo concreto que pueden percibir en esa medianoche fantasmal de jueves. De esos jueves conquistados a punta de discusiones y promesas: comida hecha, mesa puesta, niños a cargo de la hermana, la tía, la prima o la santa vecina que no logró el permiso y que se conforma con disfrutar de los cuentos compartidos con el café de los viemes por la mañana, todas vociferando y riendo, chacota general en medio del aseo sin hacer y de las ollas que hierven en la cocina, y la santa tiene que recurrir a toda su capacidad de ensoñación para compartir las experiencias de la noche anterior, pues la liberación femenina no llega aún por casa.
Llegan juntos a la luz roja de Manquehue.
-¿A dónde van? -pregunta el Toyota.
-A bailar toda la noche -gritan a coro.
-Si quieren, las acompaño -sugiere él, como invitando, pero con la certeza de que va directo a casita, donde la sagrada familia espera, la sopa en el microondas, o el sandwich listo para apretar el botón y luego acostarse a ver las noticias de trasnoche antes de dormir.
Ellas saben todo eso. Imaginan el portero electrónico y el garaje para dos, donde el espacio vacío espera a su dueño, y la dueña de todo espera a su vez, etemamente despierta, junto al espacio vacío de la gran cama doble.
De nuevo la luz verde los empuja y avanzan lado a lado hasta el cruce de Apoquindo. El juego parece llegar a su fin. Pero cada una ha soñado una historia diferente' pasando por encima de los hoyos negros, de la definitive realidad de los pañales estilando sobre la tina del baño, de las cuentas atrasadas del teléfono, de las goteras que florecen en el cielorraso con las primeras lluvias, de la rutina que se acuesta en el mejor lado de la cama y espera impaciente la cena.
En la esquina, él señaliza a la derecha y con la más encantadora sonrisa se despide rumbo a Los Domínicos. Ellas siguen derecho. Unos metros más. Las risas poco a poco disminuyen. Hacen las últimas señas de despedida y le soplan besos, aunque ya no alcancen a divisar sus luces rojas. Luego, en tácito acuerdo, dan la vuelta y comienzan a bajar rumbo a Nuñoa, a las pareadas viviendas de pasaje. La noche libre ha terminado. Hay que llegar a lustrar zapatos escolares, repartir besos de buenas noches y sacarse definitivamente los trajes de Cenicientas que transgredieron la medianoche.
Zapatito de cristal no dejaron ninguno.
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