‘Eyes I dare not meet in dreams’
The hollow men. T.S.
Eliot
Las maldiciones nocturnas, la gran boca roja, desalada, que
hace piruetas en el aire, desde el aire, y luego se torna en pequeñas gotas de
sudor. El sudor veterano de las sábanas
que enloquecen cuando gritas, cuando grito, agónica ya de tantas palabras que
no dicen, que estrangulan y se tuercen.
Estamos tú y yo enfrentados a la pesadilla con los rumores
externos, con el borde de las palabras que caen desde el lecho como en una
redoma. Como si oyera el crujir de las
piedras entre tus dientes. La lengua
lisa las va tragando y ya no puedo más frente a los reflectores. Me quemo lentamente, dorada, ceniza. Es que luchamos por abrir puertas, es que me
conmueven tus ojos desnudos, ápices de luz en tanta tiniebla.
La tibieza de los cuerpos, la solitaria serpiente. Después la marca de la sangre que se agolpa
con su tañido breve en mi garganta. Y yo desciendo, cautiva, despojada apenas,
por los bosques de la imaginación, por los bosques espesos de avellanos de
Constance Chatterley, por los soleados manchones de anémonas de Mellors. Y me torno suave; la caminata se hace lenta,
resbaladiza por las raíces del sueño. Ya
no puedo verte. Te vas al mar con tus
gafas de turista, salpicado de olores a tabaco, agobiado por la marcha del sol
sobre los hombros.
Puedo gritar que esperes, pero decido no estropear mi soledad
momentánea y sólo contemplar el mar desde lejos, a través de las ramas. Van cayendo las nubes por el despeñadero; el
sol yace arruinado en el cenit. Y ya
eres un hombre pequeñito en el gran escenario.
Una vieja culpa reverdece entre mis manos.
De pronto surge el viaje, el gran viaje, y me observo rodeada
de maletas llenas de guayabas. El jugo
se escurre por los intersticios y los voy tapando con mis dedos. Tú estás sentado al piano tocando una pieza
de Brahms, pero Brahms no escucha, permanece solitario, arrinconado en la
sillita baja del baño. La preocupación
por mis maletas me impide correr en auxilio del maestro.
Oigo el trote de los caballos a lo lejos.
Ya vienen por mí.
Escupo largas frases de despedida contra tu obstinado silencio. El galope se acerca pero los caballos nunca
llegan.
Un hilo de luz aúlla desde la ventana y ya no sé si es la
mañana que me rescata a la otra vida o es una más de tus jugarretas. Parpadeo, cambio de posición en la cama y me
encuentro con el italiano de la
Piazza di Roma, gesticulante, abrasador, que me arrebata los
mapas y los folletos multicolores, y me empuja por el empedrado hasta la
fuente. Pero las fuentes son
inhabitables, inevitables. Y yo sólo
deseo regresar al río de mi infancia, donde los muchachos pescaban camarones
con las manos y jugábamos a encontrar las piedrecitas más redondas para la
colección.
El sueño ha dado un vuelco y estoy descalza persiguiendo
lagartijas entre los yuyos morados. El
sol hace cambio de luces desde arriba, acaparando el desierto florido en un
abrazo puro y caliente. Las cuncunas
adormecidas forman racimo en las ramas incendiadas del pimiento y las voy
sacando con un palito.
Me entristecen las tardes de mis diez años y quisiera regresar
a Roma. Giro la cabeza, pero sólo
encuentro piedra sobre piedra y los turistas tragando polvo. El mismo polvo de las piedras, la misma
soledad del norte chico. No hay
salida. El llano se estira por las
ruinas y las ciudades están tan lejos.
Me embarco en otras soledades, lisa la tarde entre los yuyos. Allá estoy, de pronto, reconstruyendo pircas
derruidas, levantando las piedras, una sobre otra, ajustándolas precariamente
encima de mi cabeza. ¿O son las ruinas de Roma?
De todas formas, son las mismas piedras de la sed, las mismas que
auscultan dentro de los ojos el llanto perpetuo de los abandonados.
La muerte silba entre
las latas. El techo de la bodega se
volará de un momento a otro, dejando al descubierto montañas de maíz, por donde
trepo hasta hacer sangrar las rodillas.
El viento. El viento lame los
cielos dormidos. Quiero volver a tus
brazos. Pero eres la esfinge
coronada. Te llamo desde este desierto. Corro hacia los bosques de eucaliptos, te
llamo en los troncos, te llamo en las semillas.
Todo parece muerto, todo ausente.
Aprieto el paso hacia las siete montañas, allá donde los reptiles
dividen la tierra y siembran sus nidos las arañas. Pero cae la noche y desciendo a los dominios
de Lilith, la que asalta a los que duermen solos. ¿Bastarán quinientos años
para exorcisar el maleficio de la soledad?
Voy alargándome en la tiniebla, royendo el extraño territorio de las
sombras. La montaña asciende ante mi
paso. Mis cabellos envenenados me
golpean el rostro y la ropa se me cae a pedazos. Me sangran los pies y no distingo otra luz
que la de las estrellas.
De pronto surges de la tierra humeante, te elevas como un
globo aerostático, iluminado apenas.
Busco tu rostro que gime, y cuando lo encuentro, no veo sino la propia
imagen de mi cara ante el espejo. Un
rostro cansado, de labios agotados, una imagen corrupta de mi propio yo. Huyo aterrorizada de este doble, que es como
una enfermedad que me roba la energía.
Me voy por la orilla del río hasta llegar al mar. Los bañistas ronronean como gatos en la arena
y el juego de los volantines arma y desarma un cielo de colores. Tengo mucha sed. Corro hacia los vendedores de cocacola, pero
nunca llego. Ellos avanzan a grandes
zancadas huyendo de mí. Es inútil
desenredar la arena para escribir historias, es inútil gritar que estoy enferma
de soledad: los bañistas escriben sus propios cuentos en pedazos de periódicos
o repiten sus biografías para sí mismos en los personal estéreos que les
abrigan las orejas.
Me interno en el mar y veo peces que se acercan, peces que se
enredan entre mis piernas y reptan por mi cuerpo. Sigo buscándote, tal vez en el osado nadador
que se aleja braceando hacia la isla. Te
llamo a gritos. El agua me llega a la
cabeza y por fin bebo. Mi sed se agrieta
en el verde terciopelo y me hundo en el exceso de las constelaciones.
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