20.11.11

Basualto en varias llamadas El Mercurio, 20.11.11


Basualto en varias llamadas

Por Jessica Atal


La decisión de publicar una antología no necesariamente se debe -como sarcásticamente me lo comentó una amiga- a que el o la poeta pasa por una etapa de sequía creativa y, aun así, quiere mantenerse vigente en el mercado editorial. En ciertos casos, una antología cumple varias e importantes funciones. En primer lugar, nos da una visión panorámica de la evolución poética que ha tenido el autor o autora. En segundo lugar, a veces rescata poemas de libros que han desaparecido y no se han vuelto a editar. Finalmente, algunas incorporan poemas inéditos que apaciguan nuestra curiosidad por saber por qué caminos está ahora transitando el quehacer poético del autor/a.


En el caso de Alejandra Basualto, su Antología Personalresponde a todas las funciones anteriormente descritas y, en ese sentido, es justificable destacarla. Basualto es una poeta que muestra cambios importantes, a lo largo de cuatro décadas, en la forma de hacer y sentir su poesía. De una escritura más bien tímida y estructurada, la vemos ir desenvolviéndose, relajándose, abriéndose, dándose más permiso para dejar fluir su yo interno.


"Los ecos del sol", obra con la que se inicia esta antología, se sostiene entre susurros, vacilaciones, puertas entreabiertas, suspiros. Una década más tarde, en los 80, y con "Ejercicio en sol" y "El agua que me cerca", el ejercicio poético cobra movimiento, algo de velocidad. Se recorren calles, se tiembla, se golpea, se escucha algo más fuerte lo que quiere decirse: "El tiempo de salir ha comenzado", escribe Basualto en "Lluvia". Aparecen personajes, lugares. Basualto ahora quiere dejar registro de historias humanas ("La verdadera historia de Joaquín Mira" y el poema dedicado a Teillier). Pero, en todo caso, ella respeta sus tiempos: "Y el tiempo es un deseo de silencio". Que nadie la apresure, pues debe observar cómo se despliega el universo. El cielo, el viento, las formas cambiantes de las nubes, los tonos que van formando atmósferas, las pisadas y huellas en el suelo. Así va urdiendo sus poemas. A través de lo que percibe en su estado más puro de contemplación.


En la década de los 90, Alejandra Basualto es una poeta más atrevida, tanto en la forma como en el contenido. Publica "Las Malamadas" y, como hembra en celo, ahora grita, muge, embiste; ahora se yergue como un tronco grueso al que nadie bota, ni en las peores tormentas; al que no bota ni "el brillo de la hoja/ el filo/ el frío// de todos los cuchillos/ revolcándose/ en la herida".


"Casa de citas", publicada en el año 2000, es una invitación a lo más íntimo de Basualto: a su casa o, más bien, a sus casas, a todas las que ha habitado desde su infancia. Un tributo a esos años, a la memoria, a sus padres, y también a la muerte, que besa labios y espera y seduce en todas partes, cada vez que puede. La poeta da un vuelco existencial y de pronto aparece la ciudad en silencio, la calle muerta, "el vacío pavoroso", "la suma de la nada". En "Nuez", la ciudad exhibe sin tapujos "... grietas y cicatrices/ como las nueces/ vanas". Incluso pierde la identidad propia, y hace un intento por reencontrarse en sus ancestros. Se siente desamparada, perdida, en sus huesos "una materia indecisa": "¿Pero quiénes son/ dónde están los que me fundaron?".


Finalmente, veintitrés poemas inéditos, donde el lenguaje se vuelve conciso, acaso algo hermético, donde sólo va quedando lo esencial: pájaros, niños, ojos, piel y un poeta... Aunque, "¿Para qué sirve un poeta?, dijo alguien", nadie tiene la respuesta.

5.11.11

Ejercicio 1 (sobre “La calle destruida” de Residencia en la tierra, Pablo Neruda)



EJERCICIO 1 *

(sobre “La calle destruida” de Residencia en la tierra,
Pablo Neruda)




La sed del tiempo acumulado
despide con furia las cornisas,
el agua diferente, a manos llenas,
estalla en los balcones.

Rojas lenguas de geranios malheridos
tocan casas de lodo y se detienen.
Entre sombras anudadas caen llaves,
y cuchillos, y campanas sin luna.

La humedad se derrama en agujeros,
en ladrillos fatigados por el humo.
Una lengua implacable gasta las fachadas
y las sillas de tristes almacenes.

La azotada luz de las alcobas
anida en largas circunstancias sin nombre
y el roce de los anillos se adelanta
con lentitud, sobre el olvido.


Tercer Premio Concurso Pablo Neruda 1982 

6.10.11


FUERA DE ESTACIÓN




Una niebla de cenizas baña los cerrojos
en la casa del elefante y el gato egipcio
que duerme sobre el mundo sentado en un tonel.

Las tablas reverdecen sin prisas en los muros
y una ola de geranios anida entre los hierros
de raídas estrellas en las verjas oscuras.

Hay techos manchados que sollozan por el moho
y balcones azules tras la huella de un niño
brevemente detenido junto a la ventana.

Escaleras escasas aguardan las pisadas
que rescaten de la muerte perdidos follajes
donde el humo libera desteñidos fantasmas.

La calle vestida de negro va por el hombre
recogiendo su hermética mirada de ciego:
el hombre la sigue y ya no sabe a dónde va.

15.9.11

EL ÁNGEL




El inconsciente es un árbol lleno de pájaros muertos
que se echan a volar cuando uno menos lo espera
Óscar Hahn




Toma de mi leche dijo el ángel
y yo, que no sabía dónde estaba  
lo miré
y lo seguí mirando
con la perplejidad de los recién nacidos.
Era una noche negra y escondida,
nadie nos podía ver,
solo cabía la disculpa de venir de lejos 
sin resuello
remontando río arriba hasta el amanecer.
El ángel me miró y yo no supe
si sonreír o llorar
y me quedé ahí, desbocada,
como quien no tiene horizontes a la vista,
ni bordes, ni caminos, ni siquiera,
el destello de algún amanecer en perspectiva.
Soy yo, dijo el ángel, ¿no me reconoces?
y perdida en la locura,
no pude responder, solo miraba
su larga cabellera rubia,
ahí sus ojos,
los ojos de aquel que hace ya mucho
voltearon mis sentidos, dieron rumbos a mi sangre,
percibieron que mi toda yo
estaba dispuesta.
Y entonces comprendí
que era un fantasma del pasado
una voz huera que intruseaba
en el temido recordar de los ancianos
sola sombra de los huesos porvenir.

5.8.11

BASURAL



Es imprudente tocar campanas durante una tormenta
Gonzalo Millán




Quedémonos en silencio
que duerme la ciudad.

No habrás olvidado las noches en el vacío pavoroso
vanamente estrelladas,
el ciego retumbar de la nada en nuestros tímpanos,
la calle muerta,
ni un perro / ni una rata / ni siquiera
un hombre o una mujer
buceando en la basura.

El miedo roía los intestinos
con más eficacia que el hambre.

13.6.11

JORGE TEILLIER


 (Noche de la presentación de
 “Cartas para reinas de otras primaveras”)

Llegas con tu traje dominguero
y un toque manierista en la manga derecha.
Antes de subir te vas al bar
por otro toque que te amarre a la cordura
y te plante una sonrisa para el público.

Ya estás aquí: la bella mansedumbre
en el rostro compuesto ante el aplauso.
Escuchas la palabra del amigo
y observas la escena pronto al sacrificio.

Lentamente el sacramento se sucede
y tu sonrisa abre una página:
la primavera se nos entra a codazos
con esos ciegos vagabundos tuyos
del número once.

                                               Lees
como quien juega a recoger las ramas
del árbol desgajado frente a la clínica.
Porque tú cuentas que vienes saliendo,
y nada prometes, pero todos creemos:
la primavera es a veces una joven hermosa.

Amigo de este Santiago del Último Extremo,
si pudieras verte de nuevo al día siguiente,
expatriado de los bosques de la provincia
y sin tus tréboles de cuatro hojas,
sucumbiendo hasta el cuello en todos los vasos
del número once.

3.5.11

CREPUSCULAR



Porque el lenguaje no basta es que trepo inútilmente hasta sus ojos.  Ese silencio se me pega en la ropa, me estrangula, me cuelga como harapos. Y mi carne se estremece entre su espacio y el mío.  Intento decir, pero no alcanzo.  La sopa azul de su cigarrillo merodea por el cuarto, restregándose en su piel, en mis cabellos.  Los objetos se difuminan y se alargan corno el humo.  Observo su figura muy derecha sobre la mecedora al lado de la cama.  Usted parece dirigir una orquesta invisible desde su posición junto a la ventana apenas entreabierta.
          Los pesados cortinajes de terciopelo granate ahogan el murmullo de la calle.  Me dirijo    al velador lleno de frasquitos de diversos tamaños y, en silencio, cojo el de la etiqueta azul, saco una píldora y se la entrego junto al vaso de agua fresca que he traído.
          Usted nada dice, se traga la píldora y me devuelve el vaso que coloco sobre la repisa de los muebles antiguos, inútiles testigos de su vida pasada.  El gato echado a sus pies ronronea con un fragor satisfecho ante 1a lumbre de la estufa encendida al centro de 1a habitación.  Desde el muro, el reloj da seis campanadas y la oscuridad invernal moja de sombras el cuarto. ¡Qué importa!, dice usted. Pero usted raras veces dice algo y tengo que adivinar los finos hilos de su mente.  La noche se alarga quieta, senescente. Voy hacia el balcón y comienzo a estirar las cortinas.  Usted ladea la cabeza como siguiéndome.  Continúa expeliendo el humo con ese gesto irónico, casi agotado de sus labios.
            Miro hacia la noche allá afuera y maquinalmente enciendo la lámpara que está sobre el velador, como si su fulgor pudiese crear una atmósfera nueva entre nosotros.  Usted apaga el cigarrillo y extiende sus manos nerviosas sobre las rodillas. ¡Cómo quisiera que me hablara! Pero usted nunca dice nada que no sea estrictamente necesario. Yo sé que me observa desde sus laberintos interiores, con esos ojos secos, con esos ojos descoyuntados que no dicen.
       Me muevo por el cuarto por parecer ocupada. Arreglo su mesa de noche, ordeno los frasquitos según los horarios en que usted debe tomar sus medicamentos. Vuelvo al piso bajo por más agua para llenar el vaso.  Subo rápido las escaleras y lo coloco junto a los frascos.  Usted no se ha movido.  Su silueta es una sombra plana delante de la lámpara. Abro su cama y lo observo.  Usted también me observa desde muy adentro.  Sabe que me hace daño; me roba la alegría que traigo cada mañana desde la calles, porque afuera todo es diferente.  Cuando entro, se apaga el mundo entero y en el silencio me voy hundiendo, hermanada también en su ceguera.

20.4.11

CANCIÓN PARA CAPERUCITAS



No le digan a los carniceros / que en cada vaca hay un cisne.
Hernán Rivera Letelier



Muchacha, huye del cuchillo
cuando aún sea posible, cada seductor
es un larvado carnicero.

No permitas que sus dedos terroristas
se cobijen en tu espalda,
sólo quieren arrancarte las plumas.

No dejes que su boca besadora
deslumbre de algas tus pezones
o derrame aromáticas especias
sobre tu vientre acurrucado.

Jamás cultives en tu Monte de Venus
perfumados verdores de perejil
de albahaca ni tomillo
que sólo despertarás sus apetitos.

Arranca de tu jardín todo asomo de laurel
y oculta el oloroso diente del ajo campesino;
no vaya a ser que hierva la avaricia
en el fondo oscuro de la olla
y el seductor no pueda contenerse
e introduzca en el agua alborotada
el bello cuerpo implume
que entonces ya serás.

1.3.11

EL PEZ DORADO


CUANDO SU ESPOSA LO ABANDONÓ, se mudó a un sexto piso de la calle Merced, frente a una tienda de peces ornamentales. Todos los días, al dirigirse a su trabajo, atravesaba la calle esquivando los automóviles que pasaban raudos a tan temprana hora, y se detenía unos minutos frente a la vitrina a observar los acuarios repletos de pececillos de diversos colores. De alguna manera, esto lo tranquilizaba y aliviaba su mente del insomnio de la noche anterior. Los veía deslizarse suavemente entre las algas, moviendo sus colas tornasoladas. Algunas veces se dirigían rectamente hacia él y lo escrutaban con esos ojos pequeñísimos, pero tan llenos de vida. Se preguntaba qué querrían comunicarle esas miradas. Se quedaba contemplándolos como hipnotizado, hasta que un bocinazo lo volvía a la realidad y emprendía rumbo a la oficina.

El día generalmente transcurría lento pero azaroso. No podía concentrarse en las páginas llenas de números, y sus informes salían cada vez más atrasados. Su jefe comenzaba a perder la paciencia, aunque conocía el infierno por el que atravesaba su ayudante. Las secretarias lo miraban con lástima cuchicheando a sus espaldas, y los compañeros, que al comienzo se esforzaban en consolarlo invitándolo a una cerveza después del trabajo, pronto se aburrieron ante su mutismo y lo dejaron solo. El tiempo debería encargarse de sanar sus heridas. Y él lo prefirió así. Se solazaba recordando su antigua vida en la casita de Ñuñoa, con sus hijos revoloteando alrededor y su esposa, que si bien no era la compañera ideal, por lo menos siempre estaba allí. Pero de pronto, todo cambió. Ella lloraba por las tardes y se volvió inaccesible y violenta. Así la situación, una noche se desencadenó una escena tormentosa, durante la cual ella le gritó que ya no soportaba más su vida plana y desprovista de emociones. Ella quería una existencia más movida, con nuevas amistades. Deseaba recuperar algo de su juventud perdida entre pañales, cuentas por pagar, y una libreta de ahorros que le restringía sus anhelos de ropa nueva y salidas nocturnas. En fin, soñaba probar la independencia. Y él tuvo que mudarse y asumir una vida de soltero a los cuarenta, sin ganas de salir ni de ver a nadie.
En las noches, desde su ventana contemplaba la vitrina iluminada de la tienda de enfrente. Cuando llovía y estaba especialmente nostálgico, bajaba los seis pisos por la escalera, evitando encontrar a los vecinos en el ascensor, y acudía a mirar los peces, siempre protegidos en sus esferas de cristal.
       Una mañana de sábado por fin se decidió. Volvió nervioso a la tienda y no supo qué pedir al empleado. Estuvo largamente observando las peceras llenas de variados especímenes, hasta que un pececillo dorado llamó su atención. Compró todo lo necesario y regresó con su paquete al departamento. Colocó la pecera sobre la repisa de los libros y enchufó el cable a la red de energía. Se encendió la luz interior y vio maravillado cómo el pez comenzaba a bailar entre las pequeñas plantas. Con sus dedos esparció delicadamente una pizca de alimento sobre el agua y se sentó a contemplar cómo la boca diminuta iba cogiendo el fino polvo de oro. Estuvo largamente sometido a la extraña sensación de compartir, de ahora en adelante, su existencia con aquella criatura mínima, que sin embargo lo ataba a este mundo con nuevas responsabilidades. Y se sintió súbitamente alegre. Este ser lo sujetaba a la tierra, lo convertía en cómplice de sí mismo. Tendría que preocuparse de asear la pecera, mantener la temperatura adecuada y alimentarlo diariamente.
      Los domingos visitaba a sus hijos y generalmente los llevaba al zoológico o a ver una película. Sin embargo, el domingo que siguió a la llegada del nuevo huésped, decidió que los llevaría a su departamento para mostrárselos. E1 recinto era demasiado pequeño para contener el asalto de tres niños y se inquietaba pensando cómo haría para entretenerlos durante toda la tarde.                                                                                                   
         Pero el pez fue suficiente. Los hijos, fascinados, introducían sus dedos en el agua y la agitaban para conseguir que el habitante escondido entre las algas se moviera, y éste no se hacía esperar. Desplegaba su dorada belleza ante los ojos expectantes, con un gracioso movimiento de aletas y de cola. Luego se dirigía en picada contra el vidrio y los miraba recto, ojos contra ojos. En premio, recibía inmediatamente un puñadito de comida. Pronto llegaba el atardecer y con ello la hora de llevar los niños a su madre. Éstos se despedían del pez y corrían escaleras abajo, hasta la dulcería de la esquina, que nunca cerraba los domingos, donde se aprovisionaban para el viaje a casa.                                                               
      Insensiblemente, su vida comenzó a cambiar. En las mañanas cantaba en la ducha y se preparaba un suculento desayuno. Mientras comía, le hablaba a su compañero, bre solitario, ironizando sobre sí mismo. Luego, le exponía detalladamente sus próximos movimientos y planes inmediatos, y aun le explicaba asuntos de la oficina que lo preocupaban. Acostombraba a poner la radio Beethoven al levantarse, y pronto se dio cuenta de que al pez le gustaba la música, por el rítmico baile de su cola al compás de una sonata o de una fuga. Decidió entonces dejar la radio encendida durante su ausencia para acompañarlo. Cuando regresaba en la tarde, el pececillo lucía ansioso—podría jurarlo—, aunque no se lo había contado a nadie para no aumentar su fama de excéntrico.
        Algunos meses pasaron sin que el hombre notara nada extraordinario, excepto que su vida ya no estaba en absoluto vacía. La compañía del pez llenaba todas las horas y el amargo recuerdo de la esposa se había vuelto difuso. Cuando intentaba evocar cómo habían sido las cosas, no lograba hilar los acontecimientos y su mente tendía a evadirse. A las mujeres hay que tratar de comprenderlas, se decía pensativo, mientras observaba a su ex esposa arreglándose para salir, cuando él acudía
por los niños los fines de semana.
   El dolor ya se había ido. No añoraba presencia alguna. Hasta la visita a sus hijos comenzó a parecerle una obligación que debería tratar de eludir. Él era feliz con su breve acompañante, que le brindaba la paz de espíritu que necesitaba. La música parecía unirlos indisolublemente. Comenzó a probar con diferentes autores. El pececito se alegraba con Bach, se entristecía con Mussorgsky, Bartok lo ponía nervioso y bailaba con Satie. Todas las tardes se quedaban oyendo música hasta pasada la medianoche. Cuando se acababa el disco, apagaba la luz y susurraba las buenas noches a su compañero de soledad.
Una mañana especialmente luminosa, le pareció ver que el pececito lucía algo diferente. No supo precisar en qué residía la diferencia y, luego de encogerse de hombros, le tiró un beso de despedida y salió. Al volver a casa, abrió la puerta y, antes de encender la luz, vio la pecera brillante, pero el pececillo no aparecía. Estaba escondido entre las algas. Pulsó el botón de la luz y se acercó a la repisa para ver mejor.
Acarició el vidrio con sus dedos y muy suavemente comenzo a llamar: ¡Susana, Susana!', pero el pez permanecía oculto. Introdujo su dedo índice dentro de la pecera y agitó el agua levemente: '¡Susana, Susana! ¿quieres que te dé tu comida?' Tomó el delicado alimento y lo sopló sobre la superficie del agua. Entonces Susana apareció. La contempló un instante, embelesado. Tuvo que pestañear dos veces y un sudor frío le subió por la espalda hasta la nuca. Una pequeñísima mujer, una sirena, había emergido de entre las plantas. Nadó hasta rozar con sus labios el vidrio de la pecera y arrugó la boca en un beso inconfundible.