25.11.12

Comentario por Antonio Rojas Gómez, Revista Occidente N° 420, julio 2012:




“INVISIBLE, VIENDO CAER LA NIEVE”
Alejandra Basualto, novela
Editorial La Trastienda, 194 páginas.

Alejandra Basualto tiene un lugar ganado en la literatura actual como poeta y cuentista. Este título es su primera incursión en la novela. Su tema es recurrente: el quiebre institucional, la pérdida de la democracia, los horrores de la dictadura. Basualto lo enfoca desde la óptica de distintos personajes, unidos por lazos de parentesco, de amistad y de amor no realizado.
La obra se estructura como un relato cuyo narrador va dando cuenta sumaria de los hechos que afectan a los personajes. Este narrador mantiene una mirada objetiva. Sin embargo, su voz se entrelaza con la de los propios personajes, a quienes la autora cede la palabra en determinados momentos en los que va dando cuenta de sus sentimientos. Es aquí donde aparece la vena poética de Alejandra Basualto, con cierto lirismo de buena ley y un correcto manejo del idioma. La escritura es ajustada y sobria, lo que facilita la lectura.
Los personajes básicos son dos mujeres, Regina y Ángela, y dos hombres, Max y Antonio. Regina está casada con el hermano de Ángela, pero está enamorada de Antonio desde la adolescencia. Ángela también está casada, pero se enamora de Max. Y éste, a su vez, está enamorado de Antonio, porque es homosexual. Pero Antonio no lo es, al contrario, tiene algunos arrestos de Casanova.
Cuando acontece el golpe de estado, Antonio y Max se exilian en Canadá y Ángela y Regina permanecen en Chile, en lo que llaman el exilio interno. Los dos hombres regresan cuando vuelve la democracia, pero las vidas de todos ya están rotas, perdidas, y el reencuentro resulta doloroso y avanza paulatinamente a un final desolador.
Alejandra Basualto tiene oficio literario y esta primera incursión en el género novelesco lo demuestra con un resultado satisfactorio.

18.11.12

RÉQUIEM PARA UNAS MANOS




El era grande y amarillo y tenía las manos tibias.  Y ella lo amaba.  Lo amaba por casi una década, dentro de la que hubo muchas inundaciones de calles y carreteras, un terremoto en el área metropolitana, y varios veranos tórridos, durante los cuales ella jamás habría abandonado su casa a las siete de la tarde si no fuera porque tenía cita con él. (Aquí el narrador se reserva el derecho de omitir detalles sobre el origen y tipo de relación que los unía, para no herir los sentimientos de la esposa de él ni del marido de ella).
            Durante la inundación de 1986 y estando ellos ensimismados en su burbuja de sentimientos y silencios arrastrados, sonó el teléfono incesantemente, pero él no respondió, hasta que el ruido se detuvo.  Sin embargo, la campanilla volvió a sonar tan violentamente en medio de los truenos, que no tuvo más remedio que contestar.  Era la esposa alarmada por las noticias de la televisión: mostraban cuadros desoladores de calles anegadas, árboles caídos y automóviles detenidos en medio del agua.  La respuesta escueta, casi brusca de él, le indicó a ella que estaba transgrediendo las normas y que se hallaba en medio de una situación estrictamente familiar.  Pero él no era hombre de sometimientos y, sin mayores explicaciones, volvió a sumergirse en la burbuja irisada por la blanda luz de la lámpara.
            Sus manos eran tibias.  Delicadas.  A ella le gustaba sostenerlas en medio de la desolación, cuando todo afuera era precario, cuando las voces del mundo no bastaban para cobijarla.  Entonces aferraba esas manos, haciendo caso omiso del sudor que las iba contagiando a medida que crecía el golpeteo de sus corazones.  Ella estaba segura de que él había entrado en el juego, a pesar de guardar silencio.
Y ella lo amaba con la tozudez que manifiestan las mujeres insatisfechas.  Por años esperó que la tomara en sus brazos y la besara; por años soñó con su sexo rubio en su boca, en sus piernas, en el afiebrado alacrán de su vientre.  Pero él guardaba las distancias.  Sólo sus ojos la transitaban en una llamarada ardiente que la dejaba temblando.
Ella era buena para escribir cartas.  Solía escribir largas misivas en papeles anchos y blancos, siempre mecanografiados y sin firma.  El las leía con atención, y trataba de ocultar en su rostro algún indicio que manifestara sus reacciones; pero ella lo espiaba, interpretando cualquier movimiento de sus pestañas, cualquier breve temblor de su mano, o cualquier salto en el ritmo de su respiración.
El tenor de las cartas era, con algunas variaciones, básicamente el mismo (mas el narrador no puede revelarlo).  A continuación, sostenían largas conversaciones al respecto, y ella sentía que él se le escurría por territorios como de nieve recién caída.
Así las cosas, alguien le susurró a ella que él tenía rasgos de homosexualidad tal vez no asumida y que no le gustaban las mujeres.  Esa idea también había cruzado por su mente cada vez que oía su voz de junco dormido y observaba sus ademanes asordinados, sin brusquedad ninguna; pero la rechazaba luego, con la certeza de que hay hombres así, delicados en su ternura, hombres de aire, transparentes en su permanencia vital.
            Ella era de fuego, sin embargo.  Violenta y directa como la flecha de su Sagitario, y decidió un día que se iría para siempre.  Para siempre duró un mes en que se vio sumergida en medio de organizaciones feministas, reuniones circulares y discusiones estructuralistas que le taladraron los sesos, pero dejaron su corazón intacto en la añoranza.  Y regresó.  Él la acogió con su sonrisa de siempre, como si aquel intervalo absurdo jamás hubiera ocurrido.
Y así transcurrieron los meses, en los cuales ella sufrió períodos de delgadez infinita, períodos en que si no hubiera sido por el faro de las manos que la acogían, las palabras justas, los silencios precisos, ella habría sucumbido.  Ambos se zambullían en el círculo perfecto de las emociones, sin resbalar, como sabiendo que el contacto de las manos les daba la redondez necesaria para seguir viviendo.
De pronto, una tarde las manos de ella se enfriaron.  Los médicos dijeron que un desorden hormonal, que la circulación, que la falta de peso... (aquí el narrador no tuvo acceso a la ficha privada de los facultativos y no puede dar detalles exactos del origen de su enfermedad ni de su posterior evolución ni tratamiento).
El caso es que ella comenzó a cambiar.  Le dijo a él que necesitaba tiempo para estar sola, que otras actividades la requerían por algunos meses, y empezó a distanciar sus encuentros.  Él, aparentemente, no lo resintió, pero con el correr de las semanas ya no pudo soportarlo.  Una tarde de abril de 1989 la llamó intempestivamente a una cita no acordada, cosa que se salía de sus cánones establecidos.  Ella casi no pudo acudir, mas la fuerza de la costumbre de cumplir con sus obligaciones (nótese: ella lo tomó como una obligación) la hizo postergar otro compromiso casi tan ineludible como misterioso (el narrador no considera necesario suministrar antecedentes sobre estas nuevas actividades), y acudió puntualmente a las siete.
Al ser requerido por esta reunión fuera de pacto, él dio algunas explicaciones tan atropelladas como absurdas.  Dijo que se había confundido, que no estaba seguro de la fecha acordada, que.... aunque ella no le creyó ni por un segundo.  El jamás dejaba estas cosas al azar.  Tenía su tiempo perfectamente controlado porque era un reloj viviente.
Las palabras se deslizaban con raros matices.  Él la observaba esperando algún brillo especial en sus ojos.  Alguna lágrima tal vez.  Pero nada, ella tenía los ojos secos y una sonrisa que manejaba la situación.
            Luego vino el rito de las manos.  Las manos de él no pudieron entibiar la delgada piel de ella sobre los huesos helados de sus dedos.  Ella sintió que sus manos nunca más serían contagiadas por calor alguno.  Estaban condenadas a los hielos eternos.
Y casi tristemente, pero con voz osada, que la sorprendió a ella misma, dejó escapar las palabras definitivas.  Había decidido que no volvería.



1.11.12

A todos mis muertos


EN ESA ESQUINA



La muerte está sentada a los pies de mi cama
Óscar Hahn



La muerte estuvo sentada en esa esquina desde antes que yo naciera.
Silenciosa aguardaba resultados con un ojo rojo
y el otro colorado de puro cansancio.
Cuando vio que mi madre no estaba dispuesta a entregarme tan fácil
echó un par de ojeadas más
y se durmió.
Luego se conformó con un gato blanco.

La muerte ha estado sentada toda mi vida en aquella esquina.
A veces cabecea y murmura cosas raras,
otras, bosteza y se estira como queriendo despertar,
más tarde se hunde en la oscuridad de su rincón torcido,
satisfecha de oírme llorar.

Cuando mi padre se despidió
la muerte me besó en los labios.
Años después me miró muy hondo desde los ojos amarillos de mi madre
y pude verla sonreír con ella.
Comadres de viaje / me dije,
qué bueno, mi vieja no va tan sola.

En noches como ésta vuelvo a verla,
atisbando desde la esquina / en su sillita pintada
y con el sombrero bien calado sobre los ojos negros.
No es hora / le digo afectuosa,
todavía no puedo viajar, pero no te preocupes:
aquel domingo
cuando por fin decidas abandonar tu esquina
y acompañarme hasta la puerta,
tendré mi maleta lista,
también un bolso de mano
por si hay encargos
de última hora.




In that corner


Death is seated at the foot of my bed
Oscar Hahn


Death was seated in that corner
from before I was born.
With one red eye and the other raw
from sheer exhaustion,
she silently awaited the outcome.
When she saw that my mother wasn’t about to
surrender me so easily, she glanced around
twice more and fell asleep.
Soon after, she resigned herself to one white cat.

All my life Death has been seated in that corner.
At times she nods her head and whispers strange things,
or she yawns and stretches
as if wanting to wake up.
Later, she sinks into the darkness
of her twisted corner,
content to hear me cry.

When my father bid farewell,
Death kissed me on the lips.
Years later, from my mother’s sallow eyes,
Death gave me a penetrating look and I
could see her smiling with my mother.
Traveling buddies/I told myself,
I’m glad the old lady won’t be going off all by herself.

On nights like these
I see her once again
peeking out from the corner in her tiny painted chair
with her hat pulled way down over her dark eyes.
It’s still not time/I tell her gently,
I can’t travel yet, but don’t worry-
on that Sunday
when at last you decide to abandon your corner
and  lead me to the door,
I’ll have my suitcase ready
and a handbag too-
in case there are any last minute errands.

19.10.12

TODO ALLÍ EN LA NOCHE





‘Eyes I dare not meet in dreams’
The hollow men. T.S. Eliot

Las maldiciones nocturnas, la gran boca roja, desalada, que hace piruetas en el aire, desde el aire, y luego se torna en pequeñas gotas de sudor.  El sudor veterano de las sábanas que enloquecen cuando gritas, cuando grito, agónica ya de tantas palabras que no dicen, que estrangulan y se tuercen.
Estamos tú y yo enfrentados a la pesadilla con los rumores externos, con el borde de las palabras que caen desde el lecho como en una redoma.  Como si oyera el crujir de las piedras entre tus dientes.  La lengua lisa las va tragando y ya no puedo más frente a los reflectores.  Me quemo lentamente, dorada, ceniza.  Es que luchamos por abrir puertas, es que me conmueven tus ojos desnudos, ápices de luz en tanta tiniebla.
La tibieza de los cuerpos, la solitaria serpiente.  Después la marca de la sangre que se agolpa con su tañido breve en mi garganta. Y yo desciendo, cautiva, despojada apenas, por los bosques de la imaginación, por los bosques espesos de avellanos de Constance Chatterley, por los soleados manchones de anémonas de Mellors.  Y me torno suave; la caminata se hace lenta, resbaladiza por las raíces del sueño.  Ya no puedo verte.  Te vas al mar con tus gafas de turista, salpicado de olores a tabaco, agobiado por la marcha del sol sobre los hombros.
Puedo gritar que esperes, pero decido no estropear mi soledad momentánea y sólo contemplar el mar desde lejos, a través de las ramas.  Van cayendo las nubes por el despeñadero; el sol yace arruinado en el cenit.  Y ya eres un hombre pequeñito en el gran escenario.  Una vieja culpa reverdece entre mis manos.
De pronto surge el viaje, el gran viaje, y me observo rodeada de maletas llenas de guayabas.  El jugo se escurre por los intersticios y los voy tapando con mis dedos.  Tú estás sentado al piano tocando una pieza de Brahms, pero Brahms no escucha, permanece solitario, arrinconado en la sillita baja del baño.  La preocupación por mis maletas me impide correr en auxilio del maestro.
Oigo el trote de los caballos a lo lejos.
Ya vienen por mí.  Escupo largas frases de despedida contra tu obstinado silencio.  El galope se acerca pero los caballos nunca llegan.

Un hilo de luz aúlla desde la ventana y ya no sé si es la mañana que me rescata a la otra vida o es una más de tus jugarretas.  Parpadeo, cambio de posición en la cama y me encuentro con el italiano de la Piazza di Roma, gesticulante, abrasador, que me arrebata los mapas y los folletos multicolores, y me empuja por el empedrado hasta la fuente.  Pero las fuentes son inhabitables, inevitables.  Y yo sólo deseo regresar al río de mi infancia, donde los muchachos pescaban camarones con las manos y jugábamos a encontrar las piedrecitas más redondas para la colección.
El sueño ha dado un vuelco y estoy descalza persiguiendo lagartijas entre los yuyos morados.  El sol hace cambio de luces desde arriba, acaparando el desierto florido en un abrazo puro y caliente.  Las cuncunas adormecidas forman racimo en las ramas incendiadas del pimiento y las voy sacando con un palito.
Me entristecen las tardes de mis diez años y quisiera regresar a Roma.  Giro la cabeza, pero sólo encuentro piedra sobre piedra y los turistas tragando polvo.  El mismo polvo de las piedras, la misma soledad del norte chico.  No hay salida.  El llano se estira por las ruinas y las ciudades están tan lejos.  Me embarco en otras soledades, lisa la tarde entre los yuyos.  Allá estoy, de pronto, reconstruyendo pircas derruidas, levantando las piedras, una sobre otra, ajustándolas precariamente encima de mi cabeza. ¿O son las ruinas de Roma?  De todas formas, son las mismas piedras de la sed, las mismas que auscultan dentro de los ojos el llanto perpetuo de los abandonados.
   La muerte silba entre las latas.  El techo de la bodega se volará de un momento a otro, dejando al descubierto montañas de maíz, por donde trepo hasta hacer sangrar las rodillas.  El viento.  El viento lame los cielos dormidos.  Quiero volver a tus brazos.  Pero eres la esfinge coronada.  Te llamo desde este desierto.  Corro hacia los bosques de eucaliptos, te llamo en los troncos, te llamo en las semillas.  Todo parece muerto, todo ausente.  Aprieto el paso hacia las siete montañas, allá donde los reptiles dividen la tierra y siembran sus nidos las arañas.  Pero cae la noche y desciendo a los dominios de Lilith, la que asalta a los que duermen solos. ¿Bastarán quinientos años para exorcisar el maleficio de la soledad?  Voy alargándome en la tiniebla, royendo el extraño territorio de las sombras.  La montaña asciende ante mi paso.  Mis cabellos envenenados me golpean el rostro y la ropa se me cae a pedazos.  Me sangran los pies y no distingo otra luz que la de las estrellas.
De pronto surges de la tierra humeante, te elevas como un globo aerostático, iluminado apenas.  Busco tu rostro que gime, y cuando lo encuentro, no veo sino la propia imagen de mi cara ante el espejo.  Un rostro cansado, de labios agotados, una imagen corrupta de mi propio yo.  Huyo aterrorizada de este doble, que es como una enfermedad que me roba la energía.
Me voy por la orilla del río hasta llegar al mar.  Los bañistas ronronean como gatos en la arena y el juego de los volantines arma y desarma un cielo de colores.  Tengo mucha sed.  Corro hacia los vendedores de cocacola, pero nunca llego.  Ellos avanzan a grandes zancadas huyendo de mí.  Es inútil desenredar la arena para escribir historias, es inútil gritar que estoy enferma de soledad: los bañistas escriben sus propios cuentos en pedazos de periódicos o repiten sus biografías para sí mismos en los personal estéreos que les abrigan las orejas.
Me interno en el mar y veo peces que se acercan, peces que se enredan entre mis piernas y reptan por mi cuerpo.  Sigo buscándote, tal vez en el osado nadador que se aleja braceando hacia la isla.  Te llamo a gritos.  El agua me llega a la cabeza y por fin bebo.  Mi sed se agrieta en el verde terciopelo y me hundo en el exceso de las constelaciones.






14.9.12

Comentario por Rolando Rojo a mi novela "Invisible, viendo caer la nieve"


                  INVISIBLE, VIENDO CAER LA NIEVE.


DE ALEJANDRA BASUALTO.

Por Rolando Rojo

Tengo en mis manos la antología del X Concurso Nacional Cuento y Poesía Javiera Carrera, año 1987. En ella aparece la fotografía de una joven Alejandra, ganadora de un  segundo lugar con el cuento “Acantilado”  y, al interior del libro, la misma Alejandra, ahora con el seudónimo de “Gregorio Samsa”, ganadora del segundo lugar en poesía con su poema “Desde el Puente”.  Sin duda, una señal inequívoca de lo que Alejandra Basualto conseguiría en  la literatura chilena. Era ambidextra, chuteaba con las dos piernas: poesía y prosa. Y lo hacía bien. Hoy, con “Invisible, viendo caer la nieve”, lo hace desde el terreno de la novela y, nuevamente  acierta fama.

 “Invisible, viendo caer la nieve”, es una novela de estructura meditada y moderna. Lejos de la narración lineal y del narrador omnisciente, aquí son los personajes,  a través de monólogos interiores, del discurso directo o de un diario de vida los que, combinados con el narrador externo nos relatan la historia. Esto permite una sinfonía de voces y, a la vez, la sitúa entre las características de la novela moderna que establecen como fundamental, el punto de vista de los personajes, en vez del narrador lógicamente privilegiado, aunque ello conlleve una inseguridad constitutiva que, en todo momento puede ser reafirmada o negada.

El tiempo de la historia abarca un lapso considerable, pero, sobre todo, determinante en la vida nacional. Se inicia en la década del sesenta donde, en nuestro país y el mundo, corren vientos de libertad y de cambios estructurales, donde la esperanza en un mundo mejor agita banderas y conciencias, “el tiempo mágico de creer en todas las utopías”. Continúa con el triunfo del gobierno popular, el golpe de estado del 73 y la larga noche de la dictadura militar; y concluye con la recuperación de la democracia en los noventa.

Lo inicia Ángela, la hija menor de la familia Echeñique–Wilson, latifundistas de la zona central. Asistimos  en las primeras páginas, a la muerte del patriarca, Félix Echenique, “viejo duro, señor de las tierras y las aguas, abatido como un piano antiguo” y a los bosquejos de la personalidad de la hija menor, rebelde,  tenaz, decidida, tan diferente a sus hermanos mayores Francisco y Javiera que “estudian carreras tradicionales y desagravian  al padre por los malos  ratos que causa la hija menor, a toda la familia”. Sin duda, “la oveja negra”. A partir de ahí,  el relevo narrativo lo irán haciendo familiares y amigos de los Echenique Wilson. Principalmente, Regina, esposa de Francisco y admiradora de la personalidad de su cuñada. Y dos personajes  que se constituyen en el eje de la narración: Max, actor de teatro y Antonio, “el bello Antonio”,  ex pololo de Regina. Y he aquí una de las virtudes de esta novela. Las diferentes historias se van entretejiendo hasta constituir un mosaico fina e inteligentemente elaborado: la hebra que aparece un  capítulo anterior se enlazará magistralmente con otra de un capítulo posterior y todo va tomando forma coherente en la cabeza del lector. La prosa  transparente, ágil y sugerente, hace que el lector no pueda dejar de leer hasta  el final. Las descripciones, como vienen de una cantera poética, nos impactan  con su belleza: “Ha dejado de llover y cientos de gotas palpitan  sobre las hojas, como si fueran aritos de plata”. Suma y sigue. Otra notable característica es la sutileza, la delicadeza con que se abordan algunos temas como: el despertar sexual de Ángela, la relación de amistad entre Max y Antonio; el sentimiento de Ángela hacia Max; la íntima confesión que Max  hace a Ángela.

¿Y qué le ocurre a esta familia para que sus aventuras y desventuras nos conmuevan como ficción?  Nada más y nada menos, que lo mismo que le sucedió a millares de compatriotas que vivieron -a favor o en contra-, el triunfo de la Unidad Popular y la intención de construir el socialismo en nuestra patria y luego, -de nuevo a favor o en contra- el golpe de estado de 1973.
 Escribo esto como si todo hubiera sido  normal. Pero nada de lo que ocurrió fue normal. La historia reciente trastocó y trastornó la vida de los ciudadanos, sus repercusiones llegan hasta nuestros días. Aunque se hagan discursos y plegarias para  que olvidemos, para que busquemos el camino de la reconciliación, para que los escritores abandonen estos temas “que dividen”.  Las heridas, no obstante, son muy profundas y siguen sangrando. En las páginas de “Invisible, viendo caer la nieve”,  asistimos a la persecución de los opositores al régimen militar, a la solidaria acción de aquellos que arriesgaron la vida ofreciendo ayuda, un refugio, una mano que rescatara al perseguido de la muerte o la tortura. Asistimos a una de las peores torturas imaginadas por el cerebro de los que se creen omnipotentes: el exilio, el ver caer la nieve, sin que nadie repare en el que, con el corazón apretado, la observa en un país ajeno. Asistimos al vaciamiento de todo lo que daba sentido a la existencia, hasta transformarnos en seres  agobiados por la memoria, por el recuerdo, por la nostalgia, por la mirada ausente a través de la ventana. Dos de los personajes de esta novela, Max y Antonio, ayudados por Ángela y Regina, parten al exilio a Canada, Montreal, y después que la infamante letra L de pasaporte desaparece, regresan a Chile. Pero ya nada será como antes. Se sienten extranjeros en su propia patria. No logran reconocer ni reconocerse en estas calles, en la tonalidad de estos lenguajes y paisajes, entre sus propios compatriotas.

La novela de Alejandra Basualto es más que esto. Es la historia   sentimental, sicológica y emocional de dos mujeres que, en el transcurso de la narración van creciendo como seres humanos, con aciertos y contradicciones, con  dolores y alegrías, con sus penas, con  pasado y nostalgias, con indecisiones y decisiones hasta constituirse en personajes inolvidables: Ángela y Regina. Una de ellas, Regina, conviviendo con un hombre que ha diseñado su vida en el triunfo, un trabajólico que se siente a sus anchas en el mundo competitivo instaurado por la dictadura, el mundo del consumismo desenfrenado y que es feliz con sus autos últimos modelo, su casa en un sector privilegiado de la ciudad, su poder económico. Y ella enfrenta la frustración hogareña, aferrada al recuerdo de un amor juvenil y al cariño de su hermanita enferma a la que asiste y acompaña hasta la muerte. Por su parte, Ángela, fiel a su inclinación libertaria, se integra al mundo del arte,  es actriz, casada con un actor y madre de un niño, Marcos. Ángela siente que su deber en la tragedia nacional es solidarizar, es arriesgar el pellejo para  salvar  la vida de los que están en peligro. Pero también siente el impacto de la tragedia y su carácter animoso, alegre, vital, declina: “Esa mujer valiente y luchadora se desmoronaba ahora ante sus ojos. La vio debatirse infructuosamente como si tratara  de juntar sus pedazos para rearmarse”.
Finalmente, la lectura de ”Invisible, viendo caer la nieve” nos inserta en una historia que tamizada por la belleza de la literatura, nos refresca la conciencia y nos recuerda de dónde venimos, qué somos, cuáles son  nuestros deberes para que la verdad histórica se imponga y emprendamos el verdadero camino del desarrollo como sociedad. Un gran aporte de Alejandra a la literatura nacional  que viene a coronar años de oficio, de constancia y  de dedicación al arte. 

28.6.12

Comentario a Invisible, viendo caer la nieve, por Diego Muñoz Valenzuela


Invisible, viendo caer la nieve, de Alejandra Basualto
martes, 26 de junio de 2012
Por Diego Muñoz Valenzuela
 La trayectoria literaria de Alejandra Basualto recorre con dedicación y oficio los territorios de la poesía y la narrativa, y; por primera vez- los dominios de la novela.
A sus seis libros de poesía y tres volúmenes de cuentos, se suma su constante trabajo como directora de talleres y el -como lo llamaría un descendiente de los Chicago boys- la difícil senda del emprendimiento editorial.
Invisible, viendo caer la nieve, sugerente y acertado título por cierto, es una novela que aporta a la historiografía literaria de Chile, específicamente a uno de sus momentos más y difíciles y claves: aquel que va desde los turbulentos finales de los años 60 -el caldero donde cocinan las ansias de un cambio radical de la sociedad- el triunfo de la Unidad Popular y los largos y siniestros años de dictadura, hasta situarse en momentos posteriores al retorno de la democracia. Hay quienes dirán -desde el prejuicio ciego o por mero interés ideológico-: he aquí otro libro más sobre esta historia vieja, pasada, añeja que debiéramos olvidar para seguir avanzando al desarrollo. O algo similar. He escuchado decir esta necedad demasiadas veces, y todavía sigo oyéndola, por desgracia. Otros aplaudiremos sin reservas este aporte de Alejandra Basualto, pues viene a sumarse a un conjunto de visiones -en mi opinión todavía escaso sobre este periodo de nuestra historia. Falta mucho por escribir, leer y reflexionar. En Alemania o España el arte vuelve una y otra vez, sin pausa, a hacerse preguntas fundamentales sobre los traumas experimentados en la primera mitad del siglo pasado, en esas terribles guerras de exterminio. No vamos a aprender de nuestra historia sepultándola en el
olvido. Los ogros y los monstruos siguen allí, al acecho, esperando una nueva oportunidad, camuflados, y no vacilarán a la hora de esgrimir sus cuchillos cuando lo estimen necesario. Pero la historiografía literaria es distinta a la historia.
Podemos pensar que la literatura -en su compleja y tirante relación con la realidad- le es muy fiel en un sentido más profundo que lo meramente circunstancial. Es decir, hay más verdades en la novela que en la historia, por decirlo de manera aventurada. Hoy muchos historiadores consideran a la literatura como una fuente primaria de información valiosísima, y promueven la lectura de textos de ficción para estudiar la realidad con más hondura. Este justamente es el caso de la novela Invisible, viendo caer la nieve. En sus páginas encontramos una interesante visión -real y ficcional al mismo tiempo, en la línea planteada- que muestra el periodo histórico referido, resaltando los efectos de la grave fractura social causada por el horror de la dictadura. Las graves consecuencias de la supresión del estado democrático, añadidas a los cambios estructurales aplicados a la administración y rol del estado, así como a la organización económica para imponer un esquema liberal a ultranza, han dejado una impronta imborrable en nuestra historia y en el país todo, y un estado de cosas difíciles de modificar -una suerte de trampa sistémica muy  imbricada- fuertemente asentada en la constitución, la organización del estado, el poder económico y comunicacional, y
nuestra anémica democracia. A propósito de estos planteamientos, me viene a la memoria la ocasión en que mis hijos -alrededor de los diez años- me escucharon afirmar en una conferencia que el hecho más importante de mi vida -aquel que la marcaba de manera indeleble- era el golpe militar. Terminado el evento, me increparon severamente; a ellos les parecía mejor respuesta que lo más importante en mi vida había sido su alumbramiento. Después tuve que dar tortuosas explicaciones y compensarlos por este desaguisado, pero aquello me dio bastante que pensar. No renegué de mi afirmación, pero tuve que justificarla y narrarles lo que nos correspondió vivir. Las consecuencias de un hecho tan grave y tan sostenido en el tiempo -casi dos décadas- ameritan una declaración como esta. Creo que logré convencer a mis hijos. Por cierto que se requieren muchos libros como el de Alejandra Basualto. Invisible, viendo caer la nieve actúa como un caleidoscopio que integra vidas y visiones fragmentarias, sumándolas dentro de un sistema mayor que representa un grupo de personas que sufren las consecuencias de la persecución, la represión y el exilio, o bien que pretenden ignorar esta realidad o justificarla. De este modo se produce una transversalidad en esta mirada a nuestra historia reciente, aunque no se trate de una observación neutral, ni mucho menos. La novela no recae en pormenores ni históricos ni ideológicos, que podrían darle un carácter denso y de difícil
lectura, sino que aborda su tema desde la vida misma de sus personajes, un conjunto heterogéneo de mujeres y hombres, con variadas ocupaciones, orígenes y posiciones sociales. No obstante, en la trama priman personas vinculadas al quehacer teatral, que son justamente quienes sufren los rigores más extremos de la represión. También aparecen personajes que, debido a su origen, tradición y posición social, buscan distanciarse de quienes han sido marcados con el sello de la persecución. Este distanciamiento -fiel reflejo de la realidad vivida en aquellos años oscuros- se manifiesta en la indiferencia y temor de los personajes que prefieren ignorar el terror que se manifiesta ante sus propios ojos. Invisible, viendo caer la nieve corresponde a la metáfora exacta de quienes -para salvar sus vidas mediante la condena al extrañamiento- fueron trasplantados a sitios geográficos no solo distantes, sino que con culturas muy diferentes a la de Chile. En las calles cae la nieve que los exiliados chilenos observan, aunque nadie los vea a ellos. Están condenados a no ser vistos en una sociedad de la que jamás llegan a formar parte de verdad, entrampados en el eterno sueño del regreso a la patria, y al mismo tiempo no integrados a aquella sociedad tan
diferente, aunque sea la que los acogió para salvarlos. En la trama de nuestra novela se entrecruzan amores fracasados o imposibles, no correspondidos, sueños irrealizables, abandonos y dolores indecibles, amistades indestructibles, así como amor y lealtad en sus formas más sublimes. Un retrato hondamente humano de estos momentos tremendos cuya presencia continúa manifestándose a través de sus concretos efectos en nuestra sociedad. Y junto con ello, la esperanza de que vaya imponiéndose la verdad histórica más allá de los intereses y los prejuicios, pues allí está clave de la superación y el desarrollo auténtico al que Chile debiera aspirar. Esta novela que suma un notable hito a la trayectoria de una escritora que ha destacado por su oficio, su constancia y su dedicación a la literatura.
Invisible,viendo caer la nieve, de Alejandra Basualto. Novela. Ed. La Trastienda, 2012, 194 pp.
:::::: L e t r a s d e C h i l e ::::::
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10.6.12

YOCASTA



A mi hijo Cristóbal


Cuando Edipo terminó de comer su pastel de manzanas, Yocasta, o Gioconda -(nunca me aprendí bien su nombre)-, retiró el plato con esa dedicación propia de las madres y le pasó una servilleta de papel para que se limpiara la boca.  Lo miró con arrobamiento hasta que una nubecilla gris, como esas neblinas que de pronto cubren los bosques costeros, le fue templando la mirada mientras oía el sonido del teléfono.  Se abalanzó sobre el aparato y lo levantó con cautela.  Una melosa vocecita nórdica la saludaba con desparpajo: 'Hola, tía, ¿está Edipo? (Larga pausa a este lado de la línea, para dar mayor dramatismo a la acción).  Yocasta estruja el enorme ovillo de celos que le retuerce las entrañas y con su voz más ponderada responde: 'Sí, mijita; lo llamo'.
            Edipo ya se ha puesto de pie y con la mirada radiante se dirige raudo hacia el teléfono de su dormitorio.  Cierra la puerta y espera hasta que Yocasta cuelgue para responder.  La noble progenitora se queda allí, tumbada en el sillón del living, sin saber qué hacer.  Luego se va a su propio dormitorio, saca un pañuelo de fina seda del closet y comienza a morderlo con fruición.  Enciende el televisor y observa cómo una bella y rubia adolescente mueve provocativamente sus caderas frente a un joven alto y musculoso que la coge por la cintura al ritmo de la lambada.  Pero Yocasta sólo está atenta al lento deslizarse de los números rojos que se van sucediendo implacables en el reloj del velador.  Las diez y treinta, las diez cincuenta; finalmente el clic a las once y cinco.  Rápidos pasos hacia la puerta de calle le indican que la velada familiar nocturna -Edipo recostado sobre su falda, ella acariciándole la cabeza, y cine de medianoche en el televisor- eran sólo recuerdos de otras épocas.
            -Chao, mamá.  Voy a salir -apenas se oye tras el golpe seco de la puerta de calle.
            Yocasta, resignada, va hacia el refrigerador, se sirva un enorme vaso de diet cocacola, y se toma un diazepam.  Enseguida se desviste y contempla en el espejo la marchita realidad; se enfunda en su camisa de dormir y entra en la cama con desgano.  Apaga la luz, y mientras se va hundiendo en el sopor, ve a Edipo bailando con la rubia de la televisión.

          Al día siguiente, tras constatar que Edipo duerme plácidamente en su cama, Yocasta se ducha animosa mientras planea su día.  Cumpleaños de la reina madre.  Habrá que escoger con cuidado el menú para la cena a la luz de las velas, ceremonia privada y estrictamente, familiar.  Con Layo lejos, en viaje de negocios, ha pensado que es preferible celebrar este día en la más completa intimidad, a solas con su hijo unigénito, que ha prometido estar temprano en casa.
          Se viste primorosamente, se maquilla con cuidado y se dirige al Jumbo en busca de ostras frescas y otras exquisiteces.  Elige un camembert francés legítimo, baguetes, aceitunas de Azapa y los más pequeños pepinillos en 'dill'; recorre las estanterías de los vinos, seleccionando dos botellas de Miguel Torres Bellaterra para acompañar las ostras. ¡Ah! y Sangre de Toro para el asado; no olvidar los ingredientes para el postre, que preparará con sus propias y delicadas manos.
El día se consume en los preparativos la cena, nueva ducha y cambio de atuendo. La mesa puesta, las copas de cristal de las ocasiones especiales y la vajilla heredada de la suegra. (No sé por qué me acordé de la suegra en este momento tan trascendental en la vida de mi protagonista, pero continuemos el relato).
          Edipo guardó la bicicleta en el garaje y saludó a Yocasta con un beso distraído.  De pronto, al verla tan almidonada y compuesta, recordó.
          - Mamá, perdona, se me olvidó y no te compré nada.  Te lo debo, viejita.
          Yocasta sonríe comprensiva. ¿Qué podría importar un regalo ante la dicha de tenerlo una velada completa para ella sola?
          - Hijo, dúchate y cámbiate de ropa. ¿Por qué no te pones un poquito de ese Drakkar Noir que te di para la Pascua? - dijo ella mimosa.  Edipo sonrió y obedeció con presteza.
          A las nueve todo estaba listo.  Edipo lucía encantador mientras procedía a descorchar la botella del aperitivo.  De pronto, el timbre.
          -¿Quién podrá ser? -preguntó Yocasta contrariada, mientras Edipo salía hacia la reja.
            Tardó varios minutos y, cuando regresó, le brillaban los ojos.  Con una sonrisa despreocupada anunció:
   -Mamá, Grete pasaba Por aquí, y la invité a comer porque después saldremos a una fiesta. 





9.6.12

SAN PEDRO DE ATACAMA




In memoriam P. Gustavo LePaige



Sólo que para entrar al mediodía
con el sol renegando
y la muerte por ahí que destila oquedad,
hay que sentirlo, dicen.
Porque ya no están los ojos
y sí la negra masa de los siglos sobre la frente.
Aquello se mueve detrás de las tablas de madera de cactus
atisbando por los agujeros
o debajo de la cama que guardaba sus últimos secretos.
Y afuera un día terso sobre la arena ciega.

Pero entrar de noche no se puede:
ya las sombras recuperan colores
y las pequeñas momias tuercen la cabeza.

Entonces la noche sonámbula proscribe todas las lámparas.
Los sobrevivientes elevan plegarias en cuartos pintados de azul
y una hilera de pimientos tiembla
junto a muros calcinados.




1.5.12

ABUELO



                                               A mi suegra
Else Marie Larsen


Pule su ánfora de sombra
con la recta certidumbre del silencio,
y bajo los puentes de sus manos
navegan delicados barcos hacia el fiordo.

Está nevando en el norte
sobre los techos rojos de Vejle,
y el abuelo lejano,
con su oreja traspasada por un eslabón de oro,
me sonríe desde el muro:
sabe que en mi casa me ha dejado
vikingos de contrabando.








13.4.12

RECUERDO PRENATAL



Mis padres están tensos. Discuten y rezan. Esperan que yo sobreviva, que nazca sana y fuerte. Se han preparado desde hace más de un año. Todos los días vino una enfermera a inyectarlos y acudieron cada semana a que los examinara el doctor.
         ––¡Tantos antibióticos! ––oigo decir a mi madre. ––Ojalá que no haya consecuencias. ––Y entonces llora. Y luego dice que extraña a su madre que ya no la visita por su causa. Que toda la ignominia y la humillación que la sobrepasa es por causa de él, que su hijito mayor estaría vivo si él no lo hubiera infectado con su mala vida, que el niño murió por su culpa, que cómo podría ella seguir viviendo si esta guagüita de ahora también nace enferma.



12.3.12

TALLERES LITERARIOS 2012

Reiniciamos nuestros talleres:



Taller de poesía, martes 20 de marzo, 19:30

Taller de cuento, miércoles 21 de marzo, 11:30

Taller de cuento y autobiografía creativa, jueves 29 de marzo, 19:30



Inscripciones e informaciones.


basualto.alejandra@gmail.com


tel. 7160831  cel. 9.3311640

14.2.12

EL PIE


El pie del niño aún no sabe que es pie,
 y quiere ser mariposa o manzana.
Al pie desde su niño. Pablo Neruda.



El pie sometido
parte siempre a media marcha
como si algo impredecible
le humedeciera los zapatos,
le fuera amarrando los pasos,
como si los huesos
resquebrajados de tanto soñar
guardaran en lo recóndito
un pequeñito deseo
de huir  imperdonable,
de correr libremente
por senderos desmalezados
a campo traviesa por los claros

El pie encadenado
no conoce de pisadas repentinas
ni zapateos en el ruedo.
El pie prisionero está cesante
de encargos o requerimientos
apresurados.

Sabe que su condena
es mantenerse apenas arrimado
a una mesa vacía
restregándose en las patas de la silla
como un perro con muchas pulgas