19.10.12

TODO ALLÍ EN LA NOCHE





‘Eyes I dare not meet in dreams’
The hollow men. T.S. Eliot

Las maldiciones nocturnas, la gran boca roja, desalada, que hace piruetas en el aire, desde el aire, y luego se torna en pequeñas gotas de sudor.  El sudor veterano de las sábanas que enloquecen cuando gritas, cuando grito, agónica ya de tantas palabras que no dicen, que estrangulan y se tuercen.
Estamos tú y yo enfrentados a la pesadilla con los rumores externos, con el borde de las palabras que caen desde el lecho como en una redoma.  Como si oyera el crujir de las piedras entre tus dientes.  La lengua lisa las va tragando y ya no puedo más frente a los reflectores.  Me quemo lentamente, dorada, ceniza.  Es que luchamos por abrir puertas, es que me conmueven tus ojos desnudos, ápices de luz en tanta tiniebla.
La tibieza de los cuerpos, la solitaria serpiente.  Después la marca de la sangre que se agolpa con su tañido breve en mi garganta. Y yo desciendo, cautiva, despojada apenas, por los bosques de la imaginación, por los bosques espesos de avellanos de Constance Chatterley, por los soleados manchones de anémonas de Mellors.  Y me torno suave; la caminata se hace lenta, resbaladiza por las raíces del sueño.  Ya no puedo verte.  Te vas al mar con tus gafas de turista, salpicado de olores a tabaco, agobiado por la marcha del sol sobre los hombros.
Puedo gritar que esperes, pero decido no estropear mi soledad momentánea y sólo contemplar el mar desde lejos, a través de las ramas.  Van cayendo las nubes por el despeñadero; el sol yace arruinado en el cenit.  Y ya eres un hombre pequeñito en el gran escenario.  Una vieja culpa reverdece entre mis manos.
De pronto surge el viaje, el gran viaje, y me observo rodeada de maletas llenas de guayabas.  El jugo se escurre por los intersticios y los voy tapando con mis dedos.  Tú estás sentado al piano tocando una pieza de Brahms, pero Brahms no escucha, permanece solitario, arrinconado en la sillita baja del baño.  La preocupación por mis maletas me impide correr en auxilio del maestro.
Oigo el trote de los caballos a lo lejos.
Ya vienen por mí.  Escupo largas frases de despedida contra tu obstinado silencio.  El galope se acerca pero los caballos nunca llegan.

Un hilo de luz aúlla desde la ventana y ya no sé si es la mañana que me rescata a la otra vida o es una más de tus jugarretas.  Parpadeo, cambio de posición en la cama y me encuentro con el italiano de la Piazza di Roma, gesticulante, abrasador, que me arrebata los mapas y los folletos multicolores, y me empuja por el empedrado hasta la fuente.  Pero las fuentes son inhabitables, inevitables.  Y yo sólo deseo regresar al río de mi infancia, donde los muchachos pescaban camarones con las manos y jugábamos a encontrar las piedrecitas más redondas para la colección.
El sueño ha dado un vuelco y estoy descalza persiguiendo lagartijas entre los yuyos morados.  El sol hace cambio de luces desde arriba, acaparando el desierto florido en un abrazo puro y caliente.  Las cuncunas adormecidas forman racimo en las ramas incendiadas del pimiento y las voy sacando con un palito.
Me entristecen las tardes de mis diez años y quisiera regresar a Roma.  Giro la cabeza, pero sólo encuentro piedra sobre piedra y los turistas tragando polvo.  El mismo polvo de las piedras, la misma soledad del norte chico.  No hay salida.  El llano se estira por las ruinas y las ciudades están tan lejos.  Me embarco en otras soledades, lisa la tarde entre los yuyos.  Allá estoy, de pronto, reconstruyendo pircas derruidas, levantando las piedras, una sobre otra, ajustándolas precariamente encima de mi cabeza. ¿O son las ruinas de Roma?  De todas formas, son las mismas piedras de la sed, las mismas que auscultan dentro de los ojos el llanto perpetuo de los abandonados.
   La muerte silba entre las latas.  El techo de la bodega se volará de un momento a otro, dejando al descubierto montañas de maíz, por donde trepo hasta hacer sangrar las rodillas.  El viento.  El viento lame los cielos dormidos.  Quiero volver a tus brazos.  Pero eres la esfinge coronada.  Te llamo desde este desierto.  Corro hacia los bosques de eucaliptos, te llamo en los troncos, te llamo en las semillas.  Todo parece muerto, todo ausente.  Aprieto el paso hacia las siete montañas, allá donde los reptiles dividen la tierra y siembran sus nidos las arañas.  Pero cae la noche y desciendo a los dominios de Lilith, la que asalta a los que duermen solos. ¿Bastarán quinientos años para exorcisar el maleficio de la soledad?  Voy alargándome en la tiniebla, royendo el extraño territorio de las sombras.  La montaña asciende ante mi paso.  Mis cabellos envenenados me golpean el rostro y la ropa se me cae a pedazos.  Me sangran los pies y no distingo otra luz que la de las estrellas.
De pronto surges de la tierra humeante, te elevas como un globo aerostático, iluminado apenas.  Busco tu rostro que gime, y cuando lo encuentro, no veo sino la propia imagen de mi cara ante el espejo.  Un rostro cansado, de labios agotados, una imagen corrupta de mi propio yo.  Huyo aterrorizada de este doble, que es como una enfermedad que me roba la energía.
Me voy por la orilla del río hasta llegar al mar.  Los bañistas ronronean como gatos en la arena y el juego de los volantines arma y desarma un cielo de colores.  Tengo mucha sed.  Corro hacia los vendedores de cocacola, pero nunca llego.  Ellos avanzan a grandes zancadas huyendo de mí.  Es inútil desenredar la arena para escribir historias, es inútil gritar que estoy enferma de soledad: los bañistas escriben sus propios cuentos en pedazos de periódicos o repiten sus biografías para sí mismos en los personal estéreos que les abrigan las orejas.
Me interno en el mar y veo peces que se acercan, peces que se enredan entre mis piernas y reptan por mi cuerpo.  Sigo buscándote, tal vez en el osado nadador que se aleja braceando hacia la isla.  Te llamo a gritos.  El agua me llega a la cabeza y por fin bebo.  Mi sed se agrieta en el verde terciopelo y me hundo en el exceso de las constelaciones.