1.3.11

EL PEZ DORADO


CUANDO SU ESPOSA LO ABANDONÓ, se mudó a un sexto piso de la calle Merced, frente a una tienda de peces ornamentales. Todos los días, al dirigirse a su trabajo, atravesaba la calle esquivando los automóviles que pasaban raudos a tan temprana hora, y se detenía unos minutos frente a la vitrina a observar los acuarios repletos de pececillos de diversos colores. De alguna manera, esto lo tranquilizaba y aliviaba su mente del insomnio de la noche anterior. Los veía deslizarse suavemente entre las algas, moviendo sus colas tornasoladas. Algunas veces se dirigían rectamente hacia él y lo escrutaban con esos ojos pequeñísimos, pero tan llenos de vida. Se preguntaba qué querrían comunicarle esas miradas. Se quedaba contemplándolos como hipnotizado, hasta que un bocinazo lo volvía a la realidad y emprendía rumbo a la oficina.

El día generalmente transcurría lento pero azaroso. No podía concentrarse en las páginas llenas de números, y sus informes salían cada vez más atrasados. Su jefe comenzaba a perder la paciencia, aunque conocía el infierno por el que atravesaba su ayudante. Las secretarias lo miraban con lástima cuchicheando a sus espaldas, y los compañeros, que al comienzo se esforzaban en consolarlo invitándolo a una cerveza después del trabajo, pronto se aburrieron ante su mutismo y lo dejaron solo. El tiempo debería encargarse de sanar sus heridas. Y él lo prefirió así. Se solazaba recordando su antigua vida en la casita de Ñuñoa, con sus hijos revoloteando alrededor y su esposa, que si bien no era la compañera ideal, por lo menos siempre estaba allí. Pero de pronto, todo cambió. Ella lloraba por las tardes y se volvió inaccesible y violenta. Así la situación, una noche se desencadenó una escena tormentosa, durante la cual ella le gritó que ya no soportaba más su vida plana y desprovista de emociones. Ella quería una existencia más movida, con nuevas amistades. Deseaba recuperar algo de su juventud perdida entre pañales, cuentas por pagar, y una libreta de ahorros que le restringía sus anhelos de ropa nueva y salidas nocturnas. En fin, soñaba probar la independencia. Y él tuvo que mudarse y asumir una vida de soltero a los cuarenta, sin ganas de salir ni de ver a nadie.
En las noches, desde su ventana contemplaba la vitrina iluminada de la tienda de enfrente. Cuando llovía y estaba especialmente nostálgico, bajaba los seis pisos por la escalera, evitando encontrar a los vecinos en el ascensor, y acudía a mirar los peces, siempre protegidos en sus esferas de cristal.
       Una mañana de sábado por fin se decidió. Volvió nervioso a la tienda y no supo qué pedir al empleado. Estuvo largamente observando las peceras llenas de variados especímenes, hasta que un pececillo dorado llamó su atención. Compró todo lo necesario y regresó con su paquete al departamento. Colocó la pecera sobre la repisa de los libros y enchufó el cable a la red de energía. Se encendió la luz interior y vio maravillado cómo el pez comenzaba a bailar entre las pequeñas plantas. Con sus dedos esparció delicadamente una pizca de alimento sobre el agua y se sentó a contemplar cómo la boca diminuta iba cogiendo el fino polvo de oro. Estuvo largamente sometido a la extraña sensación de compartir, de ahora en adelante, su existencia con aquella criatura mínima, que sin embargo lo ataba a este mundo con nuevas responsabilidades. Y se sintió súbitamente alegre. Este ser lo sujetaba a la tierra, lo convertía en cómplice de sí mismo. Tendría que preocuparse de asear la pecera, mantener la temperatura adecuada y alimentarlo diariamente.
      Los domingos visitaba a sus hijos y generalmente los llevaba al zoológico o a ver una película. Sin embargo, el domingo que siguió a la llegada del nuevo huésped, decidió que los llevaría a su departamento para mostrárselos. E1 recinto era demasiado pequeño para contener el asalto de tres niños y se inquietaba pensando cómo haría para entretenerlos durante toda la tarde.                                                                                                   
         Pero el pez fue suficiente. Los hijos, fascinados, introducían sus dedos en el agua y la agitaban para conseguir que el habitante escondido entre las algas se moviera, y éste no se hacía esperar. Desplegaba su dorada belleza ante los ojos expectantes, con un gracioso movimiento de aletas y de cola. Luego se dirigía en picada contra el vidrio y los miraba recto, ojos contra ojos. En premio, recibía inmediatamente un puñadito de comida. Pronto llegaba el atardecer y con ello la hora de llevar los niños a su madre. Éstos se despedían del pez y corrían escaleras abajo, hasta la dulcería de la esquina, que nunca cerraba los domingos, donde se aprovisionaban para el viaje a casa.                                                               
      Insensiblemente, su vida comenzó a cambiar. En las mañanas cantaba en la ducha y se preparaba un suculento desayuno. Mientras comía, le hablaba a su compañero, bre solitario, ironizando sobre sí mismo. Luego, le exponía detalladamente sus próximos movimientos y planes inmediatos, y aun le explicaba asuntos de la oficina que lo preocupaban. Acostombraba a poner la radio Beethoven al levantarse, y pronto se dio cuenta de que al pez le gustaba la música, por el rítmico baile de su cola al compás de una sonata o de una fuga. Decidió entonces dejar la radio encendida durante su ausencia para acompañarlo. Cuando regresaba en la tarde, el pececillo lucía ansioso—podría jurarlo—, aunque no se lo había contado a nadie para no aumentar su fama de excéntrico.
        Algunos meses pasaron sin que el hombre notara nada extraordinario, excepto que su vida ya no estaba en absoluto vacía. La compañía del pez llenaba todas las horas y el amargo recuerdo de la esposa se había vuelto difuso. Cuando intentaba evocar cómo habían sido las cosas, no lograba hilar los acontecimientos y su mente tendía a evadirse. A las mujeres hay que tratar de comprenderlas, se decía pensativo, mientras observaba a su ex esposa arreglándose para salir, cuando él acudía
por los niños los fines de semana.
   El dolor ya se había ido. No añoraba presencia alguna. Hasta la visita a sus hijos comenzó a parecerle una obligación que debería tratar de eludir. Él era feliz con su breve acompañante, que le brindaba la paz de espíritu que necesitaba. La música parecía unirlos indisolublemente. Comenzó a probar con diferentes autores. El pececito se alegraba con Bach, se entristecía con Mussorgsky, Bartok lo ponía nervioso y bailaba con Satie. Todas las tardes se quedaban oyendo música hasta pasada la medianoche. Cuando se acababa el disco, apagaba la luz y susurraba las buenas noches a su compañero de soledad.
Una mañana especialmente luminosa, le pareció ver que el pececito lucía algo diferente. No supo precisar en qué residía la diferencia y, luego de encogerse de hombros, le tiró un beso de despedida y salió. Al volver a casa, abrió la puerta y, antes de encender la luz, vio la pecera brillante, pero el pececillo no aparecía. Estaba escondido entre las algas. Pulsó el botón de la luz y se acercó a la repisa para ver mejor.
Acarició el vidrio con sus dedos y muy suavemente comenzo a llamar: ¡Susana, Susana!', pero el pez permanecía oculto. Introdujo su dedo índice dentro de la pecera y agitó el agua levemente: '¡Susana, Susana! ¿quieres que te dé tu comida?' Tomó el delicado alimento y lo sopló sobre la superficie del agua. Entonces Susana apareció. La contempló un instante, embelesado. Tuvo que pestañear dos veces y un sudor frío le subió por la espalda hasta la nuca. Una pequeñísima mujer, una sirena, había emergido de entre las plantas. Nadó hasta rozar con sus labios el vidrio de la pecera y arrugó la boca en un beso inconfundible.