26.6.16
25.6.16
POEMAS MÍOS TRADUCIDOS AL BENGALÍ
EL ÁNGEL
El inconsciente es un árbol
lleno de pájaros muertos
que se echan a volar cuando
uno menos lo espera
Óscar Hahn
Toma de mi leche dijo el ángel
y yo, que no sabía dónde estaba
lo miré
y lo seguí mirando
con la perplejidad de los recién nacidos.
Era una noche negra y escondida,
nadie nos podía ver,
solo cabía la disculpa de venir de lejos
sin resuello
remontando río arriba hasta el amanecer.
El ángel me miró y yo no supe
si sonreír o llorar
y me quedé ahí, desbocada,
como quien no tiene horizontes a la vista,
ni bordes, ni caminos, ni siquiera,
el destello de algún amanecer en perspectiva.
Soy yo, dijo el ángel, ¿no me reconoces?
y perdida en la locura,
no pude responder, solo miraba
su larga cabellera rubia,
ahí sus ojos,
los ojos de aquel que hace ya mucho
voltearon mis sentidos, dieron rumbos a mi sangre,
percibieron que mi toda yo
estaba dispuesta.
Y entonces comprendí
que era un fantasma del pasado
una voz huera que intruseaba
en el temido recordar de los ancianos
sola sombra de los huesos porvenir.
PÁJAROS
El cielo está sangrando pájaros.
Muchos pájaros de un raro color,
desmadejados,
las alas yertas,
los picos deshechos.
Sólo soplos grises
cayendo desde lejos.
Pájaros de dónde.
Tal vez despojos de ciertos ángeles
caídos de la secreta casa.
Cientos de pájaros
con el grito roto en la garganta
y los ojos vueltos
Todos serán sombras.
Para que los olvidemos.
PRÍNCIPE AZUL
no desmontes de tu brioso corcel
ni me tomes en tus brazos
ni roces mis labios
con tu boca delicada
porque
si te miro de frente
con mis ojos de bruja verde
y te beso como se debe
y me sueño todo el cuento
entre tus sábanas de holanda
mucho me temo
QUE DESAPAREZCAS
21.6.16
18.6.16
EL PROTAGONISTA
ABRIÓ EL LIBRO EN LA PÁGINA 82. La tinta negra de las letras caracoleaba y se extendía perezosa ante sus ojos. El hombre se incorporó desde la línea 8 y le sonrió. Tenía un trocito de espejo en cada pupila y la barba clara. Un mechón súbito marcaba el límite de su frente, que ella ansió acariciar de inmediato. Hermoso, pensó, sin darse tiempo para otra cosa que contemplarlo. ¿Sería el protagonista de qué cuento? No había mirado los títulos. Ella siempre abría los libros en cualquier parte, hojeando de atrás para adelante, y empezaba a leer arbitrariamente el párrafo que llamara su atención.
Éll se puso de pie, alisó cuidadosamente su chaqueta marrón, se acomodó el nudo de la corbata y le extendió una mano cálida. Ella se dejó llevar hasta el centro de la página y ambos se sumergieron en el río de palabras que se movían turbulentas y precisas descubriendo un espacio propio.
Era una historia larga de esperas y desencuentros. El personaje se deslizaba por las líneas y hacía piruetas y malabares. Desplegaba sus cartas de mago con la pericia de un prestidigitador ante los ojos atónitos de ella, que leía y leía, sin poder detenerse. Hundida en la menuda vegetación que oscurecía la hoja blanca, sintió quebrarse las sílabas, que ya no alcanzaba a descifrar.
Resbaló dentro de la narración escuchando el chirrido de sus zapatos que se escurrían como azogue. Calma y silencio después. El hilo del relato proseguía inmutable. Dejó que la sal de las palabras quemara sus pestañas.
Llovió sobre la página 83. Goterones de azufre. Llanto de huesos y huracanes. Lágrimas verdes. Muda, ciega y palpitante vio derretirse su caparazón. Una a una cayeron sus pieles de lenta cebolla, hasta descubrir un corazón de pájaro recién nacido.
El protagonista rondaba oficioso restañando heridas, desdoblando los pliegues de lo oscuro. Pero el desamparo crecía con el invierno. La lámpara ya no fue suficiente. Hubo que encender velas y sostener manos a la entrada de los túneles. Túneles y viento.
Autor, narrador, protagonista y lectora se sustituyen y congregan. Se eternizan en una sola llamarada. El argumento se precipita hasta el borde de las líneas borroneadas por el repentino clamor de una lluvia salobre que irrumpe desde adentro. El libro parece germinar entre olores febriles e incitantes.
Sus dedos temblorosos dan vuelta otra página. Un impacto de luz, un deseo secreto apenas formulado, convocan al protagonista que se yergue fuera de la hoja. Alza el rostro y se entrega en un doble beso de trigo y espadas. El contacto ardiente de los labios humanos arrasa a borbotones al hombre de tinta, que retrocede herido y se repliega en el papel, con el castigo enlutando sus ojos.
En un instante el relato recupera su aplomo. El protagonista, ya inaccesible en su distancia, observa a través de las letras. La lectora, silenciosa y lentamente, recoge boca, brazos, garganta y primavera, y cierra el libro en la página 90.
Éll se puso de pie, alisó cuidadosamente su chaqueta marrón, se acomodó el nudo de la corbata y le extendió una mano cálida. Ella se dejó llevar hasta el centro de la página y ambos se sumergieron en el río de palabras que se movían turbulentas y precisas descubriendo un espacio propio.
Era una historia larga de esperas y desencuentros. El personaje se deslizaba por las líneas y hacía piruetas y malabares. Desplegaba sus cartas de mago con la pericia de un prestidigitador ante los ojos atónitos de ella, que leía y leía, sin poder detenerse. Hundida en la menuda vegetación que oscurecía la hoja blanca, sintió quebrarse las sílabas, que ya no alcanzaba a descifrar.
Resbaló dentro de la narración escuchando el chirrido de sus zapatos que se escurrían como azogue. Calma y silencio después. El hilo del relato proseguía inmutable. Dejó que la sal de las palabras quemara sus pestañas.
Llovió sobre la página 83. Goterones de azufre. Llanto de huesos y huracanes. Lágrimas verdes. Muda, ciega y palpitante vio derretirse su caparazón. Una a una cayeron sus pieles de lenta cebolla, hasta descubrir un corazón de pájaro recién nacido.
El protagonista rondaba oficioso restañando heridas, desdoblando los pliegues de lo oscuro. Pero el desamparo crecía con el invierno. La lámpara ya no fue suficiente. Hubo que encender velas y sostener manos a la entrada de los túneles. Túneles y viento.
Autor, narrador, protagonista y lectora se sustituyen y congregan. Se eternizan en una sola llamarada. El argumento se precipita hasta el borde de las líneas borroneadas por el repentino clamor de una lluvia salobre que irrumpe desde adentro. El libro parece germinar entre olores febriles e incitantes.
Sus dedos temblorosos dan vuelta otra página. Un impacto de luz, un deseo secreto apenas formulado, convocan al protagonista que se yergue fuera de la hoja. Alza el rostro y se entrega en un doble beso de trigo y espadas. El contacto ardiente de los labios humanos arrasa a borbotones al hombre de tinta, que retrocede herido y se repliega en el papel, con el castigo enlutando sus ojos.
En un instante el relato recupera su aplomo. El protagonista, ya inaccesible en su distancia, observa a través de las letras. La lectora, silenciosa y lentamente, recoge boca, brazos, garganta y primavera, y cierra el libro en la página 90.
31.5.16
CREPUSCULAR
Porque el lenguaje no basta es que trepo inútilmente hasta sus
ojos. Ese silencio se me pega en la
ropa, me estrangula, me cuelga como harapos. Y mi carne se estremece entre su
espacio y el mío. Intento decir, pero no
alcanzo. La sopa azul de su cigarrillo
merodea por el cuarto, restregándose en su piel, en mis cabellos. Los objetos se difuminan y se alargan corno
el humo. Observo su figura muy derecha
sobre la mecedora al lado de la cama.
Usted parece dirigir una orquesta invisible desde su posición junto a la
ventana apenas entreabierta.
Los pesados cortinajes de
terciopelo granate ahogan el murmullo de la calle. Me dirijo al velador lleno de frasquitos de diversos
tamaños y, en silencio, cojo el de la etiqueta azul, saco una píldora y se la
entrego junto al vaso de agua fresca que he traído.
Usted nada dice, se
traga la píldora y me devuelve el vaso que coloco sobre la repisa de los
muebles antiguos, inútiles testigos de su vida pasada. El gato echado a sus pies ronronea con un fragor
satisfecho ante 1a lumbre de la estufa encendida al centro de 1a
habitación. Desde el muro, el reloj da
seis campanadas y la oscuridad invernal moja de sombras el cuarto. ¡Qué
importa!, dice usted. Pero usted raras veces dice algo y tengo que adivinar los
finos hilos de su mente. La noche se
alarga quieta, senescente. Voy hacia el balcón y comienzo a estirar las
cortinas. Usted ladea la cabeza como
siguiéndome. Continúa expeliendo el humo
con ese gesto irónico, casi agotado de sus labios.
Miro hacia la noche allá
afuera y maquinalmente enciendo la lámpara que está sobre el velador, como si
su fulgor pudiese crear una atmósfera nueva entre nosotros. Usted apaga el cigarrillo y extiende sus
manos nerviosas sobre las rodillas. ¡Cómo quisiera que me hablara! Pero usted
nunca dice nada que no sea estrictamente necesario. Yo sé que me observa desde
sus laberintos interiores, con esos ojos secos, con esos ojos descoyuntados que
no dicen.
Me muevo por el cuarto
por parecer ocupada. Arreglo su mesa de noche, ordeno los frasquitos según los horarios
en que usted debe tomar sus medicamentos. Vuelvo al piso bajo por más agua para
llenar el vaso. Subo rápido las
escaleras y lo coloco junto a los frascos.
Usted no se ha movido. Su silueta
es una sombra plana delante de la lámpara. Abro su cama y lo observo. Usted también me observa desde muy
adentro. Sabe que me hace daño; me roba
la alegría que traigo cada mañana desde la calle, porque afuera todo es
diferente. Cuando entro, se apaga el
mundo entero y en el silencio me voy hundiendo, hermanada también en su
ceguera.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)