23.10.15

BOTÁNICA



Se desangraba en la acera. No habría otra luna para él, ni estrellas, nunca más. No quería dejarse ir, pero la oscuridad se le agrandaba en los ojos.
Su mano tocó la fría masa de acantos que bordeaba el antejardín. El cerebro comenzó a penetrar en el verde, hasta el fondo. La savia ululaba entre sus dedos. Los apretó y restregó contra la piel rugosa de la planta. Entonces sucedió: sintió el rocío en la cara como una llovizna de oro en un campo de yuyos. El vientre dejó de doler. Los ojos se acostumbraron a la penumbra, pero ya no eran sus ojos, sino pequeños tentáculos que se arrastraban por la tierra tras el reguero de sangre. En la boca, un sabor amargo y leve de hierba. Tentó sus raíces firmes y agradeció las alas verdes que le nacían de los hombros y se curvaban con la brisa.


22.8.15

EL LEGADO


Sentía las manos pesadas de frío; como aquellas manitos de bronce para llamar a las puertas que conocía desde niño en el antiguo barrio céntrico. Cuando abrió la boca para entibiarse los dedos con su aliento, un ventarrón helado se le zambulló de un viaje hasta los pulmones. Un manotazo fiero le estrujó las vísceras y se mareó. Pero no como si fuera a descomponerse. Tampoco ardía demasiado. Me estoy acobardando, pensó. Es el pánico de enfrentarme ahora con esta puerta y abrirla con mi llave. El par de veces que había venido en tantos años tuvo que golpear para que le abrieran. Sí, eso debe ser. ¿Pero, por qué? ¡Sabiendo que no hay nadie, si serás huevón! Ahora el garrotazo se estaba convirtiendo en tajo punzante. Un alambre delgado y flexible enroscándose en su cuello, apretando.

               La casa es suya ahora, le dijo el notario un par de días atrás. En su derecho estaba de abrirla por sí mismo y entrar y salir a cualquier hora, sin pedir permiso ni dar explicaciones.               
               Definitivamente no se acostumbraba a la idea. No había vivido allí por casi veinte años y la sensación de pertenencia que cobijan los lugares donde se ha pasado la infancia se había esfumado. Sin embargo, ahora estaba en posesión de esa vieja casa con todos sus cachivaches. O tal vez, a su entera merced, pensó luego con un escalofrío.
               Desde muy pequeño se había habituado a ser el blanco preferido de los dardos de su madre. Era tal la avalancha de expectativas que ella le había volcado encima que creció agobiado por el miedo a defraudarla. A veces hasta imaginaba que pretendía devorarlo con sus besos.
               Ya no logra recordar la época ni la estación de su niñez en que empezó a sentir la comezón. Una protuberancia rojiza crecía y crecía en la base de su nuca obligándolo a rascarse hasta que los poros se le dilataban tanto que la piel se abría y quedaba en carne viva. Segundos después sobrevenía el ahogo, le faltaba el aire en mitad de una clase, en el recreo, en plena calle; creía que fatalmente iba a morirse en cualquier momento.
               La llave no encaja o tal vez la chapa oxidada ya no funciona. No sería raro con tanta lluvia como ha caído este invierno. Vuelve a repasar los últimos meses: las cartas, los recados, la exigencia, la urgencia, la emergencia. Su madre estaba enferma, tan enferma que tuvo que acudir, a pesar de todas las recomendaciones en contrario.
               Luego del viaje, la hospedería cercana a la estación de ferrocarriles, para no molestar a los parientes con un allegado intempestivo; las carreras al hospital; las excusas falsas delante de su madre; la fila de los desamparados en la puerta de la farmacia; y los ojos de las vecinas. Eso era lo que más le molestaba, a decir verdad: la mirada intrusa, entre compasiva y morbosa. Las palabras de consuelo que, más que ayudar, punzaban. ¿Por qué no me dejarán tranquilo, si ni siquiera se ofrecen para hacer algo útil?
               Luego, inevitable, llegó el funeral, como todos los funerales a los que alguna vez asistió o soñó o vio en el cine. El frío entremezclado con el peso de todos los deudos juntos; la lluvia con las lágrimas de las comadres y las tías; los golpecitos en la espalda; abrazos que le enrojecen la nariz de tanto restregarla contra aquellos abrigos de lana sintética o esos impermeables orientales de segunda mano que ingresaban al país por toneladas.
               Le arden los ojos. Nunca ha sido bueno para soportar la emoción ajena, sobre todo si se le viene encima como una ola vasta y demoledora. Ansía desaparecer de allí pero sabe que no podrá justificarse con el típico asunto urgente, ni con un repentino estado gripal, ni nada. No habrá excusa que valga para abandonar la iglesia. Tendrá que permanecer estoico. Ahora comprende todo el largo y ancho de esa expresión.  
               Decidido a ahorrar energías y funcionar a media máquina, se instala en la banca reservada para los familiares cercanos, y desde allí examina el atrio, la urna, las coronas y las cruces, como si se hallara detrás de un vidrio. Recorre con mirada indiferente la hilera de santos cubiertos de lamidos oropeles, bajo los que se adivina el yeso inmisericorde. Luego entorna los ojos y deja que el olor de las azucenas, claveles, ilusiones y rosas blancas lo penetren lentamente hasta embriagarlo por completo. Juraría que todas las flores son albas y tímidas, de apariencia inofensiva. Jamás podría haberlas de colores en este funeral. Ella lo hubiese desaprobado.
               Si se atreviera a meter la mano entre el enrejado colchón, si desarmara con sus dedos las coronas y las cruces, una por una, y desprendiera aquellos pétalos falsamente inocentes; si escarbara hasta el fondo y destruyera las corolas y llegara al corazón apretado y misterioso, seguro que hallaría algún bicho, alguna larva enmascarada, unas antenas oscuras y repelentes, un aleteo de pequeños seres ciegos pataleando por recuperar su territorio. Le parece que sus dedos se humedecen con pálidos jugos. Los tallos entretejidos comienzan a soltarse y las puntas medio podridas se le deshacen entre los dedos. Su piel absorbe con repugnancia la viscosidad de savia muerta, las últimas gotas de aquellos humores que han perdido su atadura a la tierra. Despojos, piensa. Despojos para vestir otros despojos. Toca con su mano fría la fría superficie de la banqueta. Madera muerta, utilitaria. ¿Qué es sino muerte y más muerte este recinto? Sin embargo, evita separar los párpados, temiendo que esa lucidez extraña desaparezca.
               Algunas vecinas, sentadas más atrás, rezan rosarios con un murmullo apenas perceptible aunque uniforme, como la estática de una radio sin antena, que invade la iglesia, la bóveda, el largo pasillo y el desvencijado automóvil del tío Raúl, como un gran barco negro navegando por esos caminos infames, llenos de baches y curvas; la tierra que levantan los neumáticos se acumula sobre el parabrisas y entra por la ventanilla abierta, le pica en las orejas, le seca la boca, pero van tan contentos los tres. La radio chirriando así, por detrás de una canción de la Mercedes Sosa. El tío Raúl la adora. Mina con agallas, repite siempre, y la vocecita que se gasta, ésta sí que es mujer para un hombre como yo. Tuerce la mirada hacia mamá y luego estalla en carcajadas anchas y festivas. Yo lo escucho con los ojos abiertos al camino. Me gustaría que las canciones no se parecieran tanto unas a otras, pero si a él le parecen buenas, así debe ser. Nunca se me ocurriría dudar de las verdades del tío Raúl. La única verdad que no acepto es ese título de ‘tío’. Desearía con todas mis fuerzas que fuera mi padre y en las noches, cuando me cuesta quedarme dormido, fantaseo que a lo mejor sí lo es y por alguna secreta razón, nadie quiere admitirlo. Pero cada vez que pregunto, él sólo se ríe con esa risa grande y glotona. Y mi mamá se vuelve más seria que de costumbre y me llama sacrílego, como si querer tener un padre fuese pecado mortal.
               Nunca supe quién era. Mi padre, digo. Ni siquiera me permitieron saber su nombre. A ella no le gustaba hablar de él. Sólo supe que se fue cuando yo nací; que se fue para la Argentina y no volvió ni mandó plata ni escribió. Que ella era sola, que siempre estuvo sola y que no necesitaba tampoco a ningún hombre para parar la olla; que para eso trabajaba, que nunca tuvo las manos amarradas y que con fe en Dios y madrugando, la vida no tenía por qué desquitarse con nosotros.      
               Pero el tío Raúl siempre estaba cerca. Aparecía los domingos a la hora de almuerzo, traía el diario y me daba las tiras cómicas, que a mí no me interesaban tanto, la verdad; más me gustaba escucharlo narrar las mil historias que sus pasajeros le contaban en los trayectos: a veces divertidas, a veces trágicas. El tío Raúl había oído muchas cosas en su trabajo. Decía que manejar un taxi le enseña a uno todo lo que necesita saber en la vida.
               Después de almorzar, mamá y yo nos encaramábamos encima de los afelpados asientos, aún marcados por los fantasmas de sus ocupantes de la semana, imaginaba yo, mientras nos alejábamos de esas calles con casas y jardines ordenados, y nos adentrábamos en caminos sin pavimento, rodeados por campos húmedos, donde florecían el pasto y los yuyos, y de cuando en cuando, una casita blanca, con cardenales creciendo entre los palos de la reja, y algunas gallinas que picoteaban la tierra. Y de repente, la cordillera, como un gran monstruo lleno de ojos morados y cafés, a punto de saltarnos encima.
               Aquí ya estamos fuera de la capital, decía el tío, aprovechen para respirar aire puro que este niño se ve paliducho; tanto estudio nunca es bueno y tanto encierro tampoco. Y volvía a reír y a canturrear a coro con la radio armando una verdadera fiesta; lo seguíamos mamá y yo, aunque a veces ella se conformaba con escucharnos y se quedaba muy quieta mirando por la ventanilla. Era muy callada mamá. Sólo cuando hablaba con las vecinas de mis notas en el colegio y de mis premios en inglés y matemáticas, parecía resucitar de esa especie letargo descolorido en que pasaba la mayor parte del día.
               Poco antes de que cumpliera catorce años, el tío Raúl desapareció, pero no como mi papá; él no se fue por voluntad propia. Algo así me dijeron. Y nunca más se habló de él. Mamá me prohibió comentarlo con mis amigos y ni siquiera podíamos recordarlo entre nosotros cuando estábamos solos. Las paredes también oyen, me repetía ella con sus ojos ahora casi invisibles. Yo presentía que algo extraño y misterioso se había instalado en nuestra casa, como si muchos peligros nos acecharan de ahí en adelante.
               Mi madre se fue encerrando más en sus secretos y empezó a perseguirme e interrogarme sobre todos mis movimientos: que si me estaba yendo bien en el colegio. Que si planeaba salir el sábado por la tarde. Que con quién. Que si tomaba cerveza... En fin, fueron tantas las preguntas y recomendaciones que me volvían loco y me daban ganas de desparecer yo también. Eran los tiempos del toque de queda y tenía que llegar a casa mucho antes de las diez, incluso en los veranos, con tanto calor como hacía para encerrarse entre cuatro paredes.
               Al terminar la secundaria yo estaba algo más enterado acerca de algunos sucesos ocurridos en el país en los años anteriores, y la imagen del tío Raúl se había convertido en mi más nítida obsesión. Tenía que saber la verdad que motivó su alejamiento. No podía haberme abandonado sin siquiera despedirse. Jamás iba a creer eso. Al fin y al cabo, fue el único ‘padre’ que tuve, el hombre que me enseñó que la alegría no es pecado y sobre todo, el que me amaba como si de verdad fuera su hijo.
               Cuando entré al Politécnico, mi madre y yo nos habíamos distanciado tanto que sólo ansiaba escapar de casa para siempre. Me las ingenié para postular a una sede de provincia y así emigré a Temuco. Mamá me despidió sin lágrimas y con una maleta llena de ropa abrigadora, toda de lana, tejida por ella misma, desde las calcetas hasta el gorro pasamontañas. Agradecí ese gesto que me protegió un poco del frío y otro poco de lo demás, de eso de lo cual no puedo hablar. En especial, del gorro pasamontañas.
               Mamá y yo nos escribíamos de vez en cuando. Sus cartas eran todas muy parecidas: preguntas, consejos, avisos de remesas o encomiendas, un abrazo y un beso y variadas instruciones para curarlo todo, desde pulmonías hasta sabañones; las mías, más lacónicas, agradecían los envíos, comentaban los altibajos climáticos, y luego introducía algunas respuestas vagas sobre mis notas y mi vida en la pensión para estudiantes, y de vuelta, más abrazos. ¿Qué otras cosas podría contarle? Mamá se había quedado pegada en el mundo de mi infancia, el lejano mundo del tío Raúl y de los paseos al Arrayán y al Cajón del Maipo.
               Al terminar los estudios me quedé en el sur, aunque mamá me rogaba que volviera. Necesitaba participar de mis éxitos, conocer a mis amistades, a mis jefes, a mis compañeros, a mis subordinados, a mi novia, a todo ese mundo exitoso que me rodeaba. Al menos eso creía yo que ella creía.
               Por aquella época ya me había involucrado en actividades que de ningún modo podía compartir con ella; había saltado al abordaje de un roquerío inhóspito, a una isla desde donde era muy arriesgado enviar noticias. ¿Con qué fin sacarla de su error? No lo iba a entender ni menos lo aceptaría, con lo temerosa que siempre fue. Tampoco era posible ya cambiar el rumbo de las cosas.
               Hasta que enfermó mamá.
               En el sur me pusieron problemas para viajar a Santiago. Vas a correr riesgos, es muy peligroso que vuelvas, dijeron. Si alguien te reconoce, date por muerto. Pero sus noticias eran cada vez más breves y la letra más temblorosa. Luego recibí una carta larga y alarmante de su vecina del callejón. Me contaba que las manos de mamá se endurecieron, que los ojos le servían poco y que esa misma madrugada se la llevaron de urgencia al San Juan de Dios.

               No me reconoció al principio. Después, con el paso de los días, se fue acostumbrando a verme. Tuve que aprenderla de nuevo: esa tos característica, su ropa afranelada, el pelo ralo y cortito y la voz cada vez más parca. Todo era gris en el hospital. Desde los muros hasta las enfermeras y los médicos. Los más nuevos pasaban guardia con sus delantales impecables y sus conocimientos de libro, tomando concentradas notas en enormes y pálidas fichas. Los más viejos, avanzaban con parsimonia de cama en cama observando con cierta distancia a las enfermas que yacían debajo de sus lentes. Hombres y mujeres jóvenes revoloteaban a su alrededor, todos muy blancos y atentos a las instrucciones que brotaban de la garganta del maestro.
               Por mi parte, yo iba y venía con medicamentos, paquetes de algodón y gasa, té y azúcar, galletas de agua, colonia inglesa, povidona yodada, jeringas desechables, jabón de glicerina, papel higiénico. Los pobres teníamos que colaborar con lo que hiciera falta. Me sentía incómodo, no sabía qué más hacer. Sólo ansiaba irme pronto al sur, pero los médicos sentenciaron que debía quedarme. La situación era grave. No dijeron más.
               Cuando mamá murió, no tuve tiempo de sentir lástima de mí.  Había tanto qué resolver.

               La llave cruje en la cerradura que se niega a ceder. El viento ha espantado a las pocas mujeres que deambulaban por la calle. Todas estarán adentro secando ropa al abrigo de la estufa a parafina. El frío se ha mezclado con la oscuridad, pero el hombre sigue en el rellano, como si fuera posible cobijarse de la intemperie. Continúa tratando de abrir una puerta que no lo reconoce.
               Después de toda una vida siente de nuevo la comezón. Más intensa a cada minuto que pasa. Y de golpe, todo el miedo y la indefensión del niño despojado, se hace presente con su carga de angustia, que ingenuamente había creído sepultada. No puede impedir que las lágrimas suban, bajen, se le atasquen en la garganta, en el pecho, le corran por las venas. Su cabeza zumba y una plancha de plomo se le pega a la frente, se ahoga, el infarto acecha, abre la boca y por más que trata, el oxígeno se niega a socorrerlo. Boqueando se derrumba en el umbral de su antigua casa, de su actual propiedad, de su futuro hogar, de la posible solución a todos sus enigmas.
                Ya no alcanza a distinguir entre la negrura de la calle y la de su mente, pero le parece que un viejo automóvil se detiene a cierta distancia. Un hombre corpulento baja sin apuro; camina evitando pisar las junturas de los pastelones que encementan la vereda, como si repitiera un ritual olvidado, un juego de niños. A medio metro de distancia, la figura le parece vagamente familiar y ahora sí, logra respirar con facilidad, por fin se siente aliviado. Alza con esfuerzo su brazo izquierdo, el que aferra la llave con sus dedos; el tío Raúl, seguro, abrirá la puerta como siempre, sin la menor dificultad.
              
               La vecina del callejón despertó sobresaltada por los tres disparos. Miró el televisor encendido: ya habían terminado las películas, tenía que ser muy tarde. Se arrebujó bajo las frazadas pensando que los asaltos son ahora el pan de cada día, pero ninguno de sus vecinos estaría tan loco como para atreverse a andar por las calles a esa hora. Debe ser un ajuste de cuentas entre maleantes, total, ellos sabrán lo que hacen, se consoló, volviendo a sumergirse en la reconfortante nube algodonosa de la inconsciencia.




20.7.15

GUAYACÁN



Esos días se me van quedando a oscuras,
ocultos bajo el polvo, diseminados
por nueva servidumbre. Otra luna
esparce hoy las cenizas de su vieja mano.

La noche traía caballos repentinos
que me llamaban desde la ventana:
sus terribles ojos horadando los postigos
y su respiración sobre mi almohada.

Tras el muro un jinete sombrío
desvelaba los sueños de la medianoche
y en el viento sembraba los signos
que en la niñez las penumbras recogen.

A veces los piratas rondaban por la casa
y un olor a barcos subía las colinas
y yo sabía -y sé- que allá en la playa
todavía buscan la luz escondida.

Entonces despertaban los naranjos
y el perfume de diez mil estrellas
me temblaba en la palma de la mano,
cuajando en el lecho mi mitad de tierra.

Las madrugadas son ahora silenciosas,
los árboles dialogan en secreto;
pero a veces, debajo de las sombras,
vuelvo a encontrar aquel antiguo miedo.

23.6.15

CARTA PARA JORGE TEILLIER



No es fácil contar sólo con una sonrisa rota y tu letra diminuta
dibujando un poema que aún no logro descifrar,
y tus nueve gatos ¿o eran trece?,
tampoco decirte adiós.

No vayas a creer que puedes huirte ahora
de la efímera gloria entre comillas
aunque te repugnen los fuegos de artificio
y resoplen con furia los remedos
del último verano en la frontera.

Pasajero de este tren desvelado,
acaso regreses en la estación que se aproxima
para recolectar todas las manzanas
expulsadas del paraíso.

Te mando un beso esta mañana de abril,
la última de tu encierro, la primera
del molinero amable que serás.

El sur te espera con sus frías monedas de plata,
para cubrirte los ojos como al angelito del velorio,
aunque hayamos perdido las alas de nuestras infancias.

Ahora, un poco de viento
otro poco de árboles cargados de lluvia
y ya nos vemos.








25.5.15

EL PADRE




Mamá levantaba la mesa cuando se oyó el portazo. Las tres nos miramos aterradas. Papá llegaba de malas…

            -¿Qué hay para comer? –preguntó él, sacándose el sombrero alón y la chaqueta de huaso. Luego se sentó a la mesa.
-Creí que no llegabas a comer, como es tan tarde…

-Tú no tienes que creer nada, mujer. La helada está cubriendo la siembra y vamos a perderlo todo si no nos apuramos. Sírveme algo que estoy muerto de hambre y cansancio. ¡Corre!
Mi madre nada dijo y se apuró con la cazuela y el vaso de vino.
Él engulló con avidez la sopa y se tragó el vino a sorbos largos. Luego nos descubrió semi escondidas tras el sofá y gritó:

-¡Qué están mirando, cabras de mierda? ¿Nunca vieron a alguien con hambre? ¡A acostarse, si no quieren que les saque la mugre con el rebenque!


20.2.15

TALLER LITERARIO LA TRASTIENDA (POESÍA Y CUENTO) REINICIA SUS ACTIVIDADES 2015. INFORMACIONES: basualto.alejandra@gmail.com
VOCES PARA UN HOMBRE DE HUMO


Tú me crees
la incrustada
la mujer sin brazos
la que llora
Me quieres silenciosa
clausurada
pero yo soy la mujer que grita
y no se guarda
la que recorre la casa encendiendo luces
la explorada
la dadora y la avara

Voy a aventar el humo donde yergues
tu cabeza
enmascarada
voy a sorprenderte
y borrar impunemente tus colores

Capaz que pueda acostumbrarme
a sembrar cicatrices
en los sueños
capaz que crezcan
nuevas raíces en mi tierra extendida
y me broten brazos
o plumas