25.11.12

Comentario por Antonio Rojas Gómez, Revista Occidente N° 420, julio 2012:




“INVISIBLE, VIENDO CAER LA NIEVE”
Alejandra Basualto, novela
Editorial La Trastienda, 194 páginas.

Alejandra Basualto tiene un lugar ganado en la literatura actual como poeta y cuentista. Este título es su primera incursión en la novela. Su tema es recurrente: el quiebre institucional, la pérdida de la democracia, los horrores de la dictadura. Basualto lo enfoca desde la óptica de distintos personajes, unidos por lazos de parentesco, de amistad y de amor no realizado.
La obra se estructura como un relato cuyo narrador va dando cuenta sumaria de los hechos que afectan a los personajes. Este narrador mantiene una mirada objetiva. Sin embargo, su voz se entrelaza con la de los propios personajes, a quienes la autora cede la palabra en determinados momentos en los que va dando cuenta de sus sentimientos. Es aquí donde aparece la vena poética de Alejandra Basualto, con cierto lirismo de buena ley y un correcto manejo del idioma. La escritura es ajustada y sobria, lo que facilita la lectura.
Los personajes básicos son dos mujeres, Regina y Ángela, y dos hombres, Max y Antonio. Regina está casada con el hermano de Ángela, pero está enamorada de Antonio desde la adolescencia. Ángela también está casada, pero se enamora de Max. Y éste, a su vez, está enamorado de Antonio, porque es homosexual. Pero Antonio no lo es, al contrario, tiene algunos arrestos de Casanova.
Cuando acontece el golpe de estado, Antonio y Max se exilian en Canadá y Ángela y Regina permanecen en Chile, en lo que llaman el exilio interno. Los dos hombres regresan cuando vuelve la democracia, pero las vidas de todos ya están rotas, perdidas, y el reencuentro resulta doloroso y avanza paulatinamente a un final desolador.
Alejandra Basualto tiene oficio literario y esta primera incursión en el género novelesco lo demuestra con un resultado satisfactorio.

18.11.12

RÉQUIEM PARA UNAS MANOS




El era grande y amarillo y tenía las manos tibias.  Y ella lo amaba.  Lo amaba por casi una década, dentro de la que hubo muchas inundaciones de calles y carreteras, un terremoto en el área metropolitana, y varios veranos tórridos, durante los cuales ella jamás habría abandonado su casa a las siete de la tarde si no fuera porque tenía cita con él. (Aquí el narrador se reserva el derecho de omitir detalles sobre el origen y tipo de relación que los unía, para no herir los sentimientos de la esposa de él ni del marido de ella).
            Durante la inundación de 1986 y estando ellos ensimismados en su burbuja de sentimientos y silencios arrastrados, sonó el teléfono incesantemente, pero él no respondió, hasta que el ruido se detuvo.  Sin embargo, la campanilla volvió a sonar tan violentamente en medio de los truenos, que no tuvo más remedio que contestar.  Era la esposa alarmada por las noticias de la televisión: mostraban cuadros desoladores de calles anegadas, árboles caídos y automóviles detenidos en medio del agua.  La respuesta escueta, casi brusca de él, le indicó a ella que estaba transgrediendo las normas y que se hallaba en medio de una situación estrictamente familiar.  Pero él no era hombre de sometimientos y, sin mayores explicaciones, volvió a sumergirse en la burbuja irisada por la blanda luz de la lámpara.
            Sus manos eran tibias.  Delicadas.  A ella le gustaba sostenerlas en medio de la desolación, cuando todo afuera era precario, cuando las voces del mundo no bastaban para cobijarla.  Entonces aferraba esas manos, haciendo caso omiso del sudor que las iba contagiando a medida que crecía el golpeteo de sus corazones.  Ella estaba segura de que él había entrado en el juego, a pesar de guardar silencio.
Y ella lo amaba con la tozudez que manifiestan las mujeres insatisfechas.  Por años esperó que la tomara en sus brazos y la besara; por años soñó con su sexo rubio en su boca, en sus piernas, en el afiebrado alacrán de su vientre.  Pero él guardaba las distancias.  Sólo sus ojos la transitaban en una llamarada ardiente que la dejaba temblando.
Ella era buena para escribir cartas.  Solía escribir largas misivas en papeles anchos y blancos, siempre mecanografiados y sin firma.  El las leía con atención, y trataba de ocultar en su rostro algún indicio que manifestara sus reacciones; pero ella lo espiaba, interpretando cualquier movimiento de sus pestañas, cualquier breve temblor de su mano, o cualquier salto en el ritmo de su respiración.
El tenor de las cartas era, con algunas variaciones, básicamente el mismo (mas el narrador no puede revelarlo).  A continuación, sostenían largas conversaciones al respecto, y ella sentía que él se le escurría por territorios como de nieve recién caída.
Así las cosas, alguien le susurró a ella que él tenía rasgos de homosexualidad tal vez no asumida y que no le gustaban las mujeres.  Esa idea también había cruzado por su mente cada vez que oía su voz de junco dormido y observaba sus ademanes asordinados, sin brusquedad ninguna; pero la rechazaba luego, con la certeza de que hay hombres así, delicados en su ternura, hombres de aire, transparentes en su permanencia vital.
            Ella era de fuego, sin embargo.  Violenta y directa como la flecha de su Sagitario, y decidió un día que se iría para siempre.  Para siempre duró un mes en que se vio sumergida en medio de organizaciones feministas, reuniones circulares y discusiones estructuralistas que le taladraron los sesos, pero dejaron su corazón intacto en la añoranza.  Y regresó.  Él la acogió con su sonrisa de siempre, como si aquel intervalo absurdo jamás hubiera ocurrido.
Y así transcurrieron los meses, en los cuales ella sufrió períodos de delgadez infinita, períodos en que si no hubiera sido por el faro de las manos que la acogían, las palabras justas, los silencios precisos, ella habría sucumbido.  Ambos se zambullían en el círculo perfecto de las emociones, sin resbalar, como sabiendo que el contacto de las manos les daba la redondez necesaria para seguir viviendo.
De pronto, una tarde las manos de ella se enfriaron.  Los médicos dijeron que un desorden hormonal, que la circulación, que la falta de peso... (aquí el narrador no tuvo acceso a la ficha privada de los facultativos y no puede dar detalles exactos del origen de su enfermedad ni de su posterior evolución ni tratamiento).
El caso es que ella comenzó a cambiar.  Le dijo a él que necesitaba tiempo para estar sola, que otras actividades la requerían por algunos meses, y empezó a distanciar sus encuentros.  Él, aparentemente, no lo resintió, pero con el correr de las semanas ya no pudo soportarlo.  Una tarde de abril de 1989 la llamó intempestivamente a una cita no acordada, cosa que se salía de sus cánones establecidos.  Ella casi no pudo acudir, mas la fuerza de la costumbre de cumplir con sus obligaciones (nótese: ella lo tomó como una obligación) la hizo postergar otro compromiso casi tan ineludible como misterioso (el narrador no considera necesario suministrar antecedentes sobre estas nuevas actividades), y acudió puntualmente a las siete.
Al ser requerido por esta reunión fuera de pacto, él dio algunas explicaciones tan atropelladas como absurdas.  Dijo que se había confundido, que no estaba seguro de la fecha acordada, que.... aunque ella no le creyó ni por un segundo.  El jamás dejaba estas cosas al azar.  Tenía su tiempo perfectamente controlado porque era un reloj viviente.
Las palabras se deslizaban con raros matices.  Él la observaba esperando algún brillo especial en sus ojos.  Alguna lágrima tal vez.  Pero nada, ella tenía los ojos secos y una sonrisa que manejaba la situación.
            Luego vino el rito de las manos.  Las manos de él no pudieron entibiar la delgada piel de ella sobre los huesos helados de sus dedos.  Ella sintió que sus manos nunca más serían contagiadas por calor alguno.  Estaban condenadas a los hielos eternos.
Y casi tristemente, pero con voz osada, que la sorprendió a ella misma, dejó escapar las palabras definitivas.  Había decidido que no volvería.



1.11.12

A todos mis muertos


EN ESA ESQUINA



La muerte está sentada a los pies de mi cama
Óscar Hahn



La muerte estuvo sentada en esa esquina desde antes que yo naciera.
Silenciosa aguardaba resultados con un ojo rojo
y el otro colorado de puro cansancio.
Cuando vio que mi madre no estaba dispuesta a entregarme tan fácil
echó un par de ojeadas más
y se durmió.
Luego se conformó con un gato blanco.

La muerte ha estado sentada toda mi vida en aquella esquina.
A veces cabecea y murmura cosas raras,
otras, bosteza y se estira como queriendo despertar,
más tarde se hunde en la oscuridad de su rincón torcido,
satisfecha de oírme llorar.

Cuando mi padre se despidió
la muerte me besó en los labios.
Años después me miró muy hondo desde los ojos amarillos de mi madre
y pude verla sonreír con ella.
Comadres de viaje / me dije,
qué bueno, mi vieja no va tan sola.

En noches como ésta vuelvo a verla,
atisbando desde la esquina / en su sillita pintada
y con el sombrero bien calado sobre los ojos negros.
No es hora / le digo afectuosa,
todavía no puedo viajar, pero no te preocupes:
aquel domingo
cuando por fin decidas abandonar tu esquina
y acompañarme hasta la puerta,
tendré mi maleta lista,
también un bolso de mano
por si hay encargos
de última hora.




In that corner


Death is seated at the foot of my bed
Oscar Hahn


Death was seated in that corner
from before I was born.
With one red eye and the other raw
from sheer exhaustion,
she silently awaited the outcome.
When she saw that my mother wasn’t about to
surrender me so easily, she glanced around
twice more and fell asleep.
Soon after, she resigned herself to one white cat.

All my life Death has been seated in that corner.
At times she nods her head and whispers strange things,
or she yawns and stretches
as if wanting to wake up.
Later, she sinks into the darkness
of her twisted corner,
content to hear me cry.

When my father bid farewell,
Death kissed me on the lips.
Years later, from my mother’s sallow eyes,
Death gave me a penetrating look and I
could see her smiling with my mother.
Traveling buddies/I told myself,
I’m glad the old lady won’t be going off all by herself.

On nights like these
I see her once again
peeking out from the corner in her tiny painted chair
with her hat pulled way down over her dark eyes.
It’s still not time/I tell her gently,
I can’t travel yet, but don’t worry-
on that Sunday
when at last you decide to abandon your corner
and  lead me to the door,
I’ll have my suitcase ready
and a handbag too-
in case there are any last minute errands.