10.3.14

LA SERENA, 1954: GABRIELA MISTRAL

   Los viajes desde Las Rojas hasta el internado en La Serena recorren solo 25 kilómetros pero, en 1954, por camino de tierra, y con el corazón apretado, se hacen eternos. El fundo que mi papá administra para el todopoderoso don Gabriel Coll, se llama “Cutún”, donde vivo mis primeros años, mezcla de soledades y sueños rimados.


El colegio Sagrados Corazones de calle Vicuña es una inexpugnable fortaleza. En su interior, un gran parrón, palmeras, chirimoyos, papayos y muchas flores. Allí permanezco interna durante la semana, a merced de monjas rigurosas y severas para hacer cumplir las normas: --¡Come con la mano derecha, endereza la espalda, codos fuera de la mesa!


Cuando anochece entra el viento que sacude la palmera y las niñas, terminados los deberes, nos arremolinamos a recoger los frutos caídos sobre el cemento de la cancha. Yo consigo tres y mis ojos ruedan en busca de una piedra para partirlos. Estos coquitos me los comeré en la cama. Y guardo mis tesoros en el bolsillo del delantal mientras avanzo escuchando el sonido de mis zapatos contra el suelo. Más allá, el jardín prohibido que sólo puede contemplarse desde lejos. Detengo la mirada en los follajes que se mecen borroneando el cielo apenas coloreado a esa hora. Negras siluetas parecen escabullirse entre las ramas que bordean los senderos apretados de flores. Deben ser las monjas muertas que están enterradas ahí y que salen a mirar el patio porque se latean todo el tiempo encerradas en sus tumbas. Este pensamiento queda suspendido en mi cabeza. No me asusto por unas cuantas monjas fantasmas porque no hacen nada. Y mantengo los ojos fijos en aquel jardín, como desafiándolo, pero ya sólo se distingue un espacio negro y silencioso.


En la cama, mientras mordisqueo los coquitos, oigo la respiración de mis compañeras entregadas al sueño y por fin me siento libre. Una estrella se estremece allá a lo lejos y regresa la princesa que la quiso ir a coger. Rubén Darío y otras cosas dijo la profesora, pero a mí lo que me importa es aquella niña volando por los aires hasta el cielo azul y el rey, su padre, que la va a buscar. Cuando mi papá me viene a buscar… --Mira el huasito estupendo, ¿a quién buscará? ­--Los cuchicheos desde lo alto de la escalera me anuncian la presencia de ese hombre moreno con el sombrero alón sobre los verdes ojos impacientes. Así son siempre los viernes, el ritual establecido del beso y el silencio, y el viaje solo interrumpido por la breve detención para comprarme El Peneca, el Okey y el Simbad y para mamá la Confidencias, la Eva y el Ecran. Otras veces damos la vuelta a la Plaza de Armas y vemos a las hermanas del ex presidente González Videla, en su pequeña cordonería “Las hormiguitas”, asomadas observando a los paseantes. Mi papá me compra un helado y luego emprendemos viaje al campo.


Nos han dicho que hoy será un gran día. Ella viene a visitarnos, a ésta, su tierra de origen, después de tantos años fuera. Habrá que levantarse más temprano porque la misa se adelantará una hora. Después del desayuno podremos limpiar los uniformes, lustrar zapatos, coser botones, planchar el cuello marinero. Todo debe ser perfecto para que se vaya con la mejor impresión de sus niños nortinos que tanto quiere.


La mañana espolvorea su pálida ceniza sobre las coronas del inca y se mete en los espejos: ojos soñolientos observan mi rostro redondo mientras las manos diligentes de la madre Cecilia se complican en las trenzas apretadas y lustrosas. La cinta blanca en los extremos y el nudo rosa completan la tarea. Hoy será entretenido porque no tendremos clases y saldremos a la calle donde podremos mirar las vitrinas y la gente.


A las diez en punto una larga fila de pies menudos sale del internado y se pierde calle abajo. El sol decide abrirse paso tiñendo de amarillo las torres de las innumerables iglesias. Las banderas de septiembre flamean de lado a lado en las aceras contra un cielo movedizo de bruma y azul. Cientos de voces expectantes inundan las avenidas, todas avanzando hacia un mismo lugar.


Las hileras azules convergen hacia la explanada desde las cuatro bocacalles y los niños se van amontonando frente a los cordones dispuestos ante el escenario. Las flores aroman el aire y las campanas no cesan de tocar.





Mientras los otros conversan, observo los movimientos de las autoridades, con sus trajes endomingados, que se preparan nerviosamente para la llegada de la importante visita. La espera se me alarga en los zapatos y ya quisiera regresar porque la mañana se ha vuelto tediosa.


Casi al mediodía un enorme automóvil se acerca al recinto, mientras un murmullo ansioso recorre la multitud. El auto se detiene y de él desciende una mujer delgada y muy alta, de cabellos blancos y abrigo negro. Sonríe. Es saludada por la comitiva y la madre Cecilia da la orden de comenzar a cantar. Las manos se alzan agitando banderitas tricolores.


Yo no me la imaginaba así. No se parece a la foto que hay en mi libro de lectura. Se ve más vieja aunque no tan triste, al menos cuando sonríe. Está hablando pero no alcanzo a entender qué es lo que dice. Me basta mirarla. Ahora ha dejado de hablar y algunos niños le llevan flores y ella los besa. A mí no me tocó llevarle flores. Solo alcanzo a divisar sus delgados tobillos a la altura de mis ojos.


Inesperadamente la anciana se aleja del estrado y se dirige hacia los cordones que la separan de los niños. Alarga sus brazos y cientos de pequeñas manos tratan de tocarla. Alarga sus ojos y se detiene en una niña de la última fila. La sonrisa de la maestra me inunda haciéndome enrojecer. Y crezco y crezco y me dan ganas de salir volando. De pronto ha desaparecido el cansancio y la mañana se vuelve perfecta.